Vaticano

La víctima que removió la cumbre antiabusos: “Solo quería morir: lo intenté y no lo he logrado”

  • En la tarde del viernes, ofreció su testimonio una mujer que fue vejada durante cinco años cuando tan solo era una niña de 11 de años
  • “Dios, ¿dónde estabas? ¡Cuánto he llorado haciéndome esta pregunta!”, clamó ante la asamblea, a la que reclamó el fin del encumbrimiento: “¡No puede ser más así!”
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“Han quedado marcadas en mis ojos, en los oídos, en la nariz, en el cuerpo, en el alma todas las veces en las que él me bloqueaba a mí, niña, con una fuerza sobrenatural: yo me paralizaba, me quedaba sin respirar”. Con esta crudeza, los presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el planeta convocados en la cumbre antiabusos del Vaticano, escucharon en la tarde del viernes el testimonio de una mujer que sufrió abusos de un sacerdote de su parroquia, desde que tenía once años.

El padre Federico Lombardi, coordinador del encuentro subrayó hoy en el “breafing” de prensa, que este testimonio “fue el momento más intenso del encuentro” y cómo “la escucha se convierte en un elemento fundamental”.

Salir del cuerpo para no sufrir

La mujer expuso cómo de alguna manera, mientras era abusada, buscaba “salir de mi cuerpo, buscando desesperadamente con los ojos de una ventana para mirar hacia afuera , esperando que todo terminara. Pensaba: ‘Si no me muevo, de repente no sentiré nada; si no respiro, de repente podría morir’”.

La superviviente subrayó cómo las heridas que el sacerdote generó en su corazón eran mayores que las sufridas en el cuerpo: “Sentía que ya no valía nada, ni siquiera que existía. Solo quería morir: lo intenté no lo he logrado. Los abusos continuaron durante cinco años. Nadie se dio cuenta”.

Consecuencias letales

A partir de ahí, recordó las consecuencias de las agresiones sufridas: “Yo no hablaba, pero mi cuerpo comenzó a hacerlo: problemas alimenticios, varias hospitalizaciones: todo gritaba mi malestar, pero yo, completamente sola, callaba mi dolor. Todo esto era atribuido al ansia por la escuela en donde de improviso, me iba muy mal”.

El trauma fue aún mayor cuando se enamoró: “Para no hacerme sentir el dolor, el asco, la confusión, el miedo, la vergüenza, la impotencia, el no ser adecuada, mi mente ha removido los hechos ocurridos, anestesié mi cuerpo colocando distancias emotivas con respecto a todo aquello que vivía causando en mí enormes daños”.

Familia en peligro

Este “autobloqueo” se rompió cuando con 26 años dio a luz a su primer hijo: “El bebé llegó a estar en peligro. La lactancia se convirtió en algo imposible por los recuerdos terribles que afloraban. Creía enloquecer. Entonces me confié con mi marido, confianza después usada en mi contra durante la separación, cuando, a causa del abuso sufrido, él pedía que me fuese quitada la patria potestad por ser una madre indigna.  Luego la escucha paciente de una querida persona y el coraje de escribir una carta a aquel sacerdote, finalizada con la promesa de no dejarle nunca más, el poder de mi silencio”.

En medio del dolor, se cuestionaba: “Dios, ¿dónde estabas? ¡Cuánto he llorado haciéndome esta pregunta! No tenía más confianza ni en el hombre ni en Dios, en el Padre-bueno que protege a los pequeños y a los débiles. Yo, niña, ¡estaba segura que nada malo podría venir de un hombre que “perfumaba” a Dios! ¿Cómo podían las mismas manos, que a tanto habían llegado sobre mí, bendecir y ofrecer la Eucaristía?”.

Crímenes minimizados

Desde este punto, la víctima expresó los obstáculos para “superar la rabia y no alejarse de la Iglesia” después de haber experimentado en primera persona cómo estos crímenes se han “minimizado, escondido, silenciado, o peor aún no ha defendido a los pequeños, limitándose mezquinamente a mover a los sacerdotes para que hagan daño en otras partes”. En esta misma línea, criticó las “pequeñas penas canónicas” existentes para afrontar estos delitos: “¡Esto no puede y no debe más ser así!”.

La mujer confesó que pasaron 40 años hasta que tuvo fuerzas para denuncia “con un costo emotivo muy alto: hablar con seis personas de gran sensibilidad, pero solo hombres y por lo demás, sacerdotes. Ha sido difícil”. “Creo que una presencia femenina sería una atención necesaria e indispensable para acoger, escuchar y acompañar a nosotros víctimas”, sugirió.

Tiempo de silencio

En este sentido también clamó: “¡La víctima no es culpable de su silencio! El trauma y los daños sufridos son así de mayores cuando más largo es el tiempo del silencio, que la víctima transcurre entre el miedo, la vergüenza, la remoción y el sentimiento de impotencia”.

“Las heridas jamás prescriben, ¡es más! Hoy yo estoy aquí, y conmigo están todos los niños y las niñas abusados y abusadas, las mujeres y los hombres que intentan renacer de sus heridas pero, sobre todo, también está quien lo ha intentado y no lo ha conseguido, y desde aquí, y con ellos en el corazón, tenemos que volver a partir juntos”, concluyó.

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