La cantante Rozalén está estos días en Guatemala. Llegó el martes 19 y está hasta este domingo 24. Pero esta vez no se trata de ninguna gira. Ahora es ella la que, en vez de abrirnos su corazón con letras que mueven el alma y la alegría de vivir, ha querido vivir en primera persona la experiencia de que sean otros los que la nutran por dentro y la emocionen.
Tras aceptar la invitación de Entreculturas y Fe y Alegría, ha visitado los proyectos con los que las dos entidades jesuitas promueven la dignidad de la mujer y la infancia en su campaña ‘La luz de las niñas’, que ya ha atendido a 32.000 menores en hasta 15 países.
Rozalén, acompañada de su inseparable Beatriz Romero (que siempre interpreta en el escenario todas sus canciones en lengua de signos para las personas sordas), ha visitado numerosos centros educativos de toda Guatemala. Muy especial fue su experiencia en Totonicapán, zona rural poblada por una comunidad indígena maya quiché. También estuvo en escuelas de Ciudad de Guatemala, y en la zona rural en Momostenango y Santa Lucía la Reforma.
Pero la artista albaceteña no ha ido como una simple espectadora, puesto que ella es psicóloga y musicoterapeuta. Así, además de escuchar a las chicas y compartir con ellas confidencias y anécdotas, también han apostado por la música para, juntas, ahondar en su dignidad personal y comunitaria. En todas sus visitas, Rozalén ha insistido mucho a las niñas en la idea de que han de sentirse “orgullosas” de su identidad indígena.
Entre los muchos momentos marcados por una fuerte intensidad, estuvo aquel en el que, en la escuelita El Limón, en Ciudad de Guatemala, cantó para las menores, junto a la artista local Sara Curruchich, uno de sus temas más conocidos, ‘La Puerta Violeta’.
Una canción para nada baladí, pues cuenta la historia de una víctima de la violencia de género. Y es que hablamos de un país, Guatemala, en el que 4.000 mujeres han sufrido abusos sexuales, siendo el 70% de las víctimas menores.
Con su especial sensibilidad, Rozalén ha ido subiendo cada día a sus redes sociales un diario en el que ha relatado lo vivido en cada lugar, con cada persona. Resume perfectamente la experiencia lo que publicó tras la visita, precisamente, de la escuela El Limón: “De qué nos sirve la capacidad si no tenemos oportunidad… Esta es la frase que hoy da vueltas a mi cabeza y todo lo resume. El día comenzó bien temprano. Hemos desayunado con Sara Curruchich, cantautora guatemalteca, mujer indígena, de 25 años. Querían que este primer día lo viviéramos juntas porque la música es, de nuevo, el nexo más bello y fácil”.
“Canta hermoso –relata sobre Curruchich– y viene vestida con su traje típico de su cultura maya kachiquel. Nos ha contado algunas de las dificultades que sufrió cuando llegó a la ciudad, el rechazo que vivió por ser mujer y por ser indígena, porque existe el racismo entre los que nacieron en una misma tierra. Tal fue que, durante unos meses, dejó de vestir con sus ropas. ‘De repente (me dijo), me aceptaban, me acogían dentro de sus círculos… Pero sentía que me estaba avergonzando de mi mamá, de mi raíz y volví a mis telas’. En menos de 24 horas hemos improvisado juntas dos mini conciertos”.
“Después –continúa Rozalén en su diario– visitamos un colegio en El Limón, un antiguo asentamiento que ya es aceptado como colonia. Una de las 12 zonas rojas de la ciudad (zonas más violentas y peligrosas). Desconocía el modelo de vida de estos barrios…. Están organizados por pandillas, por maras. Extorsionan, amenazan a las familias por dinero. ‘Te entregan un teléfono desde el que recibirás una llamada de extorsión. Ahí comienza el terror’. Solo hay tres opciones: o pagas o te vas o te matan. La normalidad de cada semana son balazos, muerte y el sonido de ambulancias. Se matan también entre ellos por la territorialidad”.
“Desde que comenzó el año –concluye la artista–, van seis niñas asesinadas por arma en esta colonia, el mismo número de feminicidios que llevamos en toda España en este período. La adorable abuelita Doña Chave, orgullosa de poder cuidar a sus nietos mientras su hija trabaja, nos explica, sin que se le apague la sonrisa espléndida del rostro, que sale al mercado como los caballos, sin mirar a los lados, directa a la compra y, rapidito, para casa, sin hablar con nadie. Ver, oír, callar. La cultura del silencio, el lema de estas calles. Lo que hay. La vida que les ha tocado vivir”.
En otra entrada de su diario, la artista muestra su estupor ante un hecho muy extendido en la cultura guatemalteca: “Las comadronas cobran el doble si el bebé que nace es varón. Qué significativo es eso… Partimos de la idea de que nacer mujer no tiene valor”. Ese día estuvieron en Totonicapán, una zona rural maya: “La primera visita ha sido a otra escuelita en Momostenango, en medio de esas montañas inmensas. Vuelan sobre nosotros decenas de gavilanes. Nos tenían preparado una dinámica como bienvenida, un mercado divertido con dinero de mentira. La primera diferencia que observo con respecto a los niños de la ciudad es la timidez. Nos miran con más vergüenza y les cuesta más hablarnos. Muchas niñas van vestidas con sus ropas típicas de colores vivos”.
“Después –añade–, si prestas atención, las diferencias físicas. Tienen un tamaño más reducido, parecen más pequeños de lo que su edad indica. Son delgados, pero tienen algo hinchada la tripa. Algunos tienen manchas en la piel, en el cabello y los dientes dañados. Es causa de la desnutrición. Una niña de ocho años lleva a la escuela a su hermanita de cuatro, porque está a su cargo. Otras dos niñas de siete años, los miércoles y viernes, no vienen al cole porque acompañan a sus mamás a vender en el mercado. Trabajan desde las cinco de la mañana y nos lo cuentan felices. Otra niña de diez años lleva seis sin ver a su papá, que emigró a los EEUU para trabajar y enviarles dinero”.
En Momostenango también conoció a “Ismael, un niño de ocho años que viste orgulloso una camiseta del Real Madrid y nos cuenta que, al llegar a casa, lavará los trastos con su madre, barrerá el patio y sacará los chivos antes de jugar al fútbol (tenía también conejos y un pollo que murió por enfermedad). Las niñas más mayores se hacen entre ellas unas trenzas espectaculares y fabrican unas cestas increíbles. Hoy han podido comer un bollito con un zumo porque las maestras lo han comprado con dinero de su bolsillo. Hoy era un día especial…”. Aunque concluye en clave de denuncia: “El Gobierno no cumple con las leyes de apoyo alimenticio que prometió para combatir con esa alta desnutrición que afecta, no solo a nivel físico, sino cognitivo”.
En otro momento, tal vez el más emotivo de todos, Rozalén habla de una niña muy especial: “Les hemos cantado unas canciones, porque andamos cantando en cada lugar que visitamos. Una de ellas se ha quedado prendadita y no deja de pedirme canciones. Le cuesta despedirse. Se han apuntado mi nombre para cuando puedan buscar nuestros vídeos por Internet. Cuando por fin se van ha vuelto corriendo, y mirándome con ternura, me ha dicho, susurrando: ‘Dime que harás por volver y cantarás un ratito más largo’. Me ha dejado rota…”.
“Sabéis lo maravilloso de las casualidades? –se pregunta– Hoy ha sido día de celebración, el cambio de año maya, su nochevieja. A la tarde, en otro centro en Santa María Chiquimula, nos han permitido el privilegio de vivirlo junto a ellos. Una ceremonia especial con una anciana sacerdotisa maya. Han ofrecido a la Madre Naturaleza, al corazón del cielo y al corazón de la tierra, azúcares, galletas, velas de colores y refrescos a modo de agradecimiento. Han querido compartir con nosotros algo tan íntimo y sagrado… Después, hemos intercambiado charla, música y baile. Hasta han sacado una marimba enorme que me he atrevido a tocar con ellos”.
Finalmente, la cantante concluya con una reflexión salida de las entrañas: “Nos cuentan con orgullo que, desde hace dos años, tienen más mujeres que hombres estudiantes. Luego llegaría la universidad. Pues bien: solo el 1% de toda la población en Guatemala accede a estudios universitarios. Pero sabéis que siempre quiero destacar lo luminoso de las cosas, así que hoy quiero terminar con una metáfora preciosa que nos han contado: el colibrí es un ser sagrado en la cultura maya, un símbolo de fuerza, de resistencia, de voluntad. A las niñas que viven en situación de vulnerabilidad, pero, a pesar de todo, no renuncian a su futuro y consiguen volver a la escuela, las llaman ‘Las Niñas Colibrí’, porque, aún con esas alitas tan pequeñitas, logran volar…”.
¿Alguien duda de que, de esta experiencia, va a salir una canción de Rozalén dibujando el coraje de las mujeres y niñas guatemaltecas? Por lo pronto, ya se fascinó allí mismo con el destello de una cultura única, guardando en el corazón estos versos: “Hay un único lugar en toda la colonia donde sentirse a salvo: la escuela. Su educación es la vía, la luz, la salida, la oportunidad… El único lugar donde nace un mínimo de amor propio porque cantan una canción mientras se abrazan y besan a ellos mismos. Y que dice así: ‘Qué lindo soy, / qué bonito soy, / cómo me quiero, / sin mí me muero, / y jamás me podré olvidar…’”.