Mariano José de Larra (1809-1837), uno de los exponentes más brillantes del romanticismo en España, se suicidó por amor… Su gesto pasional hizo que dejara esta vida siendo apenas un veinteañero, pero, pese a tan corto recorrido vital, ha conseguido perdurar como un coloso de nuestras letras.
Se adentró con mucho éxito, dentro de un estilo periodístico, en la crítica política y social (emblemático su ‘vuelva usted mañana’, con el que fustigó a la elefántica burocracia que todo lo acartona), pero mucho menos conocido es su intento de conciliar las ideas liberales con el catolicismo.
Una época convulsa
Fue la suya una época convulsa, marcada, entre otros acontecimientos, por la Guerra de Independencia contra las tropas napoleónicas, las revoluciones liberales, el nacimiento del constitucionalismo (con el alumbramiento de ‘La Pepa’) y etapas de férreo absolutismo bajo el reinado de Fernando VII.
En ese tiempo, frente a lo que se pueda pensar, la Iglesia estaba dividida: había un clero a favor de la radical unión Iglesia-Estado, de la acumulación de privilegios y tierras por las congregaciones y hasta de la Inquisición… Y había otro sector eclesial que miraba hacia el “frescor” de las ideas abiertas que bullían en otras latitudes europeas.
Fue entonces cuando Larra acometió la ardua labor de traducir del francés a un autor tan controvertido como el sacerdote galo Felicité Robert de Lamennais, quien había abandonado su inicial absolutismo para adentrarse de lleno en el liberalismo, defendiendo cuestiones entonces dignas del anatema, como la total separación de la Iglesia y el Estado, lo que promovía desde el periódico que dirigía, ‘L’Avenir’.
Defensa de la espiritualidad
Fue así como Larra acercó al lector español obras de Lamennais como ‘Palabras de un creyente’. Lo hizo un año antes de su muerte, en 1836, poniendo al libro un sugestivo título: ‘El dogma de los hombres libres’. En su interpelante prólogo, el autor español realiza una vibrante defensa de la espiritualidad y de los valores cristianos, achacando el creciente anticlericalismo de la época a “los malos sacerdotes”, que son “quienes han adulterado la fe para colocarla al servicio de sus propios intereses”.
Casi dos siglos después, estas palabras relucen con una fuerza y una vida especial. Eso sí, a quien no le gustó lo defendido por Lamennais (e intuimos que la llamada de Larra a volver a los orígenes del Evangelio) fue al papa Gregorio XVI, que ya en 1832 lo condenó en la encíclica ‘Mirari vos’.