El próximo mes de abril, se cumplen 25 años del genocidio que en Ruanda se cobró la vida de cerca de un millón de tutsis y hutus moderados. En vísperas de este aniversario, Ángela Ordóñez Carabaño y otros tres profesores de la Universidad Pontificia Comillas –María Prieto Ursúa, Pilar Úcar Ventura y el jesuita José García de Castro Valdés–, especialmente interesados en los procesos y dinámicas que contribuyen a trabajar por la paz, el perdón y la reconciliación entre los pueblos, han reunido en ‘Ruanda se reconcilia’ (Mensajero) siete historias reales del pequeño país africano que nos hablan de venganza y de miedo, pero también de verdad y justicia, de perdón y reconciliación. Y es que “el corazón humano –reconoce Ángela– es grande y tiene la capacidad de superar incluso las heridas de la violencia extrema”.
PREGUNTA.- 25 años después, ¿se puede decir que se han cerrado por fin las heridas del genocidio ruandés?
RESPUESTA.- Más aún… En el caso de Ruanda, sus heridas no se pueden circunscribir únicamente a los tres meses del genocidio. Este país, como tantas realidades donde ha habido un conflicto, tiene heridas que se remontan mucho tiempo atrás y heridas que incluso aparecieron mucho tiempo después, como cuando algunas víctimas descubrieron la verdad de lo que le había ocurrido a sus familiares, y la verdad dio paso a la rabia, y la rabia a la herida (nueva o reabierta).
Ruanda está en camino y está poniendo medios para recuperar la confianza, pero no es un camino fácil ni rápido. Va a costar mucho reconstruir una identidad social que ha quedado marcada por el genocidio y, en el terreno individual, las consecuencias todavía están muy presentes (aún hay mucha gente en las cárceles, muchas víctimas esperando justicia, muchos que están pasando por procesos de reconciliación pero aún lloran a sus seres queridos, etc.). No creo que podamos decir que las heridas se han cerrado, pero sí que Ruanda está aprendiendo a vivir con las heridas y con sus cicatrices.
P.- ¿Es hoy Ruanda un ejemplo de reconciliación para el mundo?
R.- Nuestro libro cuenta siete historias de reconciliación que son ejemplo para el mundo y las siete son de Ruanda. ¿Eso hace de Ruanda un ejemplo de reconciliación? No lo sé, no me atrevo a generalizar, porque hay mucha complejidad detrás de este país y de todo conflicto. Pero sí creo que tenemos que tener los ojos bien abiertos a lo que allí está aconteciendo porque, en cuestión de muy poco tiempo, han surgido numerosas iniciativas para la promoción de la reconciliación en todos los niveles: en el plano individual (entre vecinos, compañeros de trabajo…), en el plano eclesial (con propuestas para la reintegración de los agresores en la comunidad parroquial…), en el nivel local (con la creación de asociaciones que preparan el encuentro entre víctimas y victimarios) e incluso en el plano gubernamental (con la creación de la Comisión Nacional para la Unidad y la Reconciliación).
No todas las formas de promoción de la reconciliación son válidas en sí mismas, algunas iniciativas son interesantes, otras no están funcionando bien o no se da el contexto adecuado para que funcionen, pero lo que sí podemos decir es que Ruanda se está moviendo y que en muchos lugares se están dando ejemplos de perdón extraordinarios que pueden servir de modelo para otros conflictos que tenemos en el mundo.
Conocer la verdad y hacer justicia
P.- Las historias recogidas en este libro hablan de paz y de perdón. Recuperar la convivencia después de haber sufrido tanto, ¿requiere algo más que hacer justicia?
R.- El primer paso para la reconciliación es el conocimiento de la verdad de lo que ha sucedido; el segundo, hacer justicia. Después vendría la reparación, el contacto, la humanización del otro y su restitución dentro de la comunidad moral… hasta llegar al cambio profundo de actitud que supone la reconciliación, que es mucho más que la simple convivencia en paz.
Es un proceso de cambio que exige, ante todo, respetar y reivindicar la dignidad humana de las víctimas a través de la justicia pero, para ello, es necesario una verdad que quiera abrir paso a la justicia (no al cultivo del victimismo), y una justicia que tenga como horizonte la reconciliación (no el castigo vacío).
P.- Para emprender estos procesos de sanación, resulta fundamental tener un corazón grande… ¿y una memoria pequeña?
R.- Es imprescindible empezar los procesos de perdón desde el recuerdo de la ofensa. Un perdón que intente negar u olvidar lo que pasó es lo que se llama un “falso perdón”. El objetivo de la convivencia en paz no debe suponer negar el dolor de la víctima ni su derecho a ser reconocida como víctima. Una vez que se produce el perdón y la reconciliación, es cierto que la ofensa pasa a ser menos importante y que deja de estar continuamente en la cabeza y el corazón de la víctima; pero antes de que se produzca el perdón hay que tener muy presente el daño. De hecho, la primera tarea de los programas de intervención sobre el perdón es reconocer la ofensa en toda su dimensión, y así el primer requisito de la reconciliación es la verdad.
Del deseo de venganza a trabajar por el perdón
P.- ¿Han pasado página de aquel horror las nuevas generaciones de ruandeses?
R.- Eso va a ser una ardua tarea, la condición de agresor se hereda dentro de las familias: así, los hijos de victimarios cargan con ese letrero y, en ocasiones, parece que se cultiva la culpa eterna de los hutus, un grupo que está espantado por lo que pasó y al que no siempre se le permite olvidarlo ni elaborarlo de otra manera más que con la sumisión y la vergüenza. Con frecuencia, también en los hijos de las víctimas crece una rabia y un deseo de vengar lo que sus propios padres no pudieron o no quisieron hacer.
Ruanda tiene un gran reto en la generación que viene, precisamente sobre esto habla uno de nuestros protagonistas del libro, que cuenta, en propia carne, cómo en su adolescencia deseó vengar la muerte de su padre y cómo años después, al darse cuenta del peligro que tiene la rabia descontrolada, ha decidido dedicar todos sus esfuerzos en la fundación que él mismo lidera para frenar la transmisión intergeneracional del odio.
P.- La Iglesia católica no salió demasiado bien parada en ciertos episodios del genocidio. ¿Ha recuperado hoy la credibilidad entre el pueblo?
R.- Si nos basamos en las cifras del último censo de 2012, los ruandeses que se declaran católicos han descendido hasta el 44%, mientras que otras confesiones continúan creciendo. ¿Es este un indicador de credibilidad? No lo creo. Ruanda sabe que hubo miembros de la Iglesia que sucumbieron al odio y a la violencia, de la misma manera que sabe que hubo numerosos testimonios vivos que rompieron con el ciclo de violencia con sus propias vidas y que hoy lo siguen haciendo. Como la historia de Nati, otra de las protagonistas de nuestro libro que representa a esa otra parte de la Iglesia, y que Ruanda también conoce y valora, que de manera silenciosa dedica cada día de su existencia a impedir que los conflictos lleguen a acontecer.
P.- ¿Cuál es el mensaje que quieren transmitir al mundo a través de estos testimonios?
R.- Que el perdón de lo que creíamos imperdonable es posible, que el corazón humano es grande y que tiene la capacidad de superar incluso las heridas de la violencia extrema. Allí donde miremos podemos encontrar historias que nos intentan vender la imagen de un mundo irreconciliable: lleno de ira, odio, venganza, pobreza y violencia. Resulta fácil, a veces, dejarse llevar por esa corriente de pesimismo que nos arrastra hacia el desánimo y a considerar que, ante tanto mal, poco podemos hacer. El mundo necesita que reconozcamos el valor de las iniciativas pequeñas, pero potentes y transformadoras, que están surgiendo en todas partes para darle un vuelco a la dinámica del terror. Y en Ruanda está pasando, nosotros hemos querido contar estas historias porque son reales y encarnan un mensaje sencillo pero revolucionario: la reconciliación es posible y hay algunos que ya nos están enseñando el camino.