El Miguel de Unamuno que fue hombre habría derramado lágrimas ante la imagen de una catedral de Notre Dame consumida por las llamas. Cuántas veces la contemplaría absorto en sus años de exilio en París, cuando aullaba desde allí contra la dictadura de Miguel Primo de Rivera… Seguramente, ahora mismo estaría reivindicando a Víctor Hugo, quien, desde la literatura, hipnotizando al mundo con su personaje de Quasimodo, llamó la atención de todos sobre un templo maravilloso que se venía abajo sin que a nadie pareciera importarle nada.
Todo esto es cierto. Pero también lo es que el Miguel de Unamuno que fue espíritu (o, más bien, lucha por ser espíritu) vería en este drama histórico una oportunidad. Una ocasión de oro para bosquejar el alma de Notre Dame.
Para ello, nada mejor que acudir a su obra ‘Vida de Don Quijote y Sancho’, escrita en 1904. En un pasaje determinado, Unamuno dice así: “¿Conocéis cosa más terrible que oír la misa de un cura ateo, que la celebra para cobrar el pie del altar? ¡Muera toda farándula, toda ficción sancionada! Pasando por León, fui a ver y contemplar su primorosa catedral gótica, aquella gran lámpara de piedra, en cuyo seno canturrean los canónigos al son pastoso del órgano. Y, contemplando sus mimbreñas columnas, sus altos ventanales de pintadas vidrieras por donde la luz al entrar se destrenza y desparrama en colores varios, y la enramada de nervios que sostiene la bóveda, pensé así: ¡cuántos deseos silenciosos, cuántos anhelos callados, cuántos pensares recónditos no habrá recibido esta pedernosa fábrica, junto con oraciones cuchicheadas o tan solo pensadas, con ruegos, con imprecaciones, con requiebros de amor al oído de la amada, con quejas, con reconvenciones! ¡Cuántos secretos vertidos en el confesionario!”.
“¿Y si todos esos deseos –prosigue el maestro bilbaíno–, anhelos, pensares, oraciones, cuchicheos, ruegos, imprecaciones, requiebros, quejas y secretos, si todo esto empezase a cantar por debajo de la rutinera salmodia litúrgica del coro canónico? Y así, si despertase todo eso que duerme en el seno de la catedral, vihuela de piedra, y rompiera a cantar todo ello, derrumbaríase la catedral, rota por el empuje del clamor inmenso. Las voces, libertadas, buscarían el cielo”.
En definitiva… Ante la hipótesis de una catedral de León (una de las mayores joyas artísticas que conforman el patrimonio español) que, por la circunstancia que fuese, acabase derruida, de ella, como soñó don Miguel, “resurgiría una catedral de espíritu, más aérea, más luminosa y a la vez más sólida, una inmensa seo que elevaría al cielo columnas de sentimiento que se ramifican bajo la bóveda de Dios”.
En estos momentos de congoja, de honda tristeza por ver morir a un trozo de la Historia ante nuestros ojos, consuela pensar en todo el caudal de vida y fe que se ha derramado en Notre Dame en estos ocho siglos. Todo ello, si Unamuno no se equivocó, ahora mismo es un himno que estremece al hombre y clama a Dios sobre todas nuestras cabezas, ascendiendo a lo alto. Y ni más ni menos que desde el corazón de una de las grandes maravillas surgidas de las entrañas de la humanidad. Porque su templo fue de París, pero también de todo el mundo.
Notre Dame ya ha resucitado.