La saeta es un canto a la Pasión. A Cristo y a la Virgen Madre. Una oración en octosílabos. Un quejío que recorre la Semana Santa andaluza. Un palo flamenco que, sin embargo, arraiga en las exhortaciones para el arrepentimiento de los pecadores que los padres franciscanos entonaban en el siglo XVI y XVII. “Este cante, que en su origen sería un rezo, una invocación en voz alta dirigida a la Virgen o a Jesús, esto es, una petición de auxilio o de alguna gracia, como cante ha llegado a transformarse de tal modo que, lo que en principio fue una oración sin melodía, se ha convertido en uno de los cantes andaluces más bellos y sensibles”, explica el flamencólogo Andrés Bernal Montesinos. En la máxima expresión de la Pasión flamenca que atraviesa la calle, y que vuelve a resurgir, sobre todo, en el Viernes Santo.
“Al ver tu agonía triste y penosa/ el cielo se vestía de tinieblas oscuras/ y el firmamento tembló/ al ver la triste figura/ del Nazareno en la Cruz/ de pies y manos crucificado”, como entonaba el cantaor Manuel Mairena ante su Cristo de la Vera Cruz. “Las letras de saetas que conocemos evocan a un momento de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, del Dolor de la Virgen o bien de escenas de la Semana Santa –añade Bernal–. Hay otras que son puros y simples piropos a la Virgen o al Señor. Esto último no tiene que sorprender a quien comprenda la imaginación del pueblo andaluz y el modo en que intuye la Semana de Pasión”.
Aquellas exhortaciones franciscanas recogían, sin embargo, dos corrientes en las que la saeta, tal como se entiende hoy, se fundamenta: el canto del almuédano y las salmodias judías, que han cruzado en siglos más recientes con romances de la Pasión, coplas del Vía Crucis y paráfrasis del miserere. El investigador José Luis Ortiz Nuevo ha datado el origen de la saeta como cante flamenco en torno a 1840. “Cuando la saeta llega a Sevilla, la prensa la trata de villana, aldeana, indecorosa e impía y clama por su prohibición, reclamo que es oído por el alcalde Ibarra, que la prohíbe en 1876 y en 1878. En esa época, la saeta la cantan mendigos, ciegos y demás pedigüeños y las letras no son todo lo fervorosas que la prensa espera de ellas”, relata en el libro ‘¿Quién me presta una escalera?’, título que toma de ‘La saeta’, el famoso poema de Antonio Machado.
Lo que ocurre entremedio es la identificación, especialmente, del pueblo gitano con esa salmodia, como dice Ortiz, de “pecadores en busca de perdón”. Es entonces, a finales del siglo XIX, cuando se conforma realmente como hoy se canta, por la confluencia de tres –más bien cuatro– grandes cantaores que la hacen suya en cada uno de los vértices del cante: Enrique el Mellizo, primero en Cádiz, y poco después Manuel Torre y Antonio Chacón en Jerez y, sobre todo, Manuel Centeno en Triana. Pero aún le quedaría mucho por andar. Ortiz recuerda como en 1929 el cardenal Eustaquio Ilundain la prohibió en Sevilla por “teatral, profesional e irreverente”. Pero en un siglo –tras el esplendor de los años 60– ha permanecido vigente como expresión devocional y popular, inseparable de la Semana Santa.