Cuando se celebró la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, el cardenal venezolano Baltazar Porras era un joven sacerdote ordenado apenas dos años antes y dedicado a la formación de seminaristas. Estos días, el arzobispo de Mérida y administrador apostólico de Caracas participa, junto al Grupo Iberoamericano de Teología, en el coloquio internacional sobre ‘La Sinodalidad en la vida de la Iglesia’, que se celebra en aquella localidad mexicana para conmemorar los 40 años de un acontecimiento que ya “es parte de la identidad católica latinoamericana”.
PREGUNTA.- ¿Qué queda hoy en la Iglesia latinoamericana del ardor misionero impulsado hace 40 años por la Conferencia de Puebla?
RESPUESTA.- La herencia de Puebla es enorme. Vista a 40 años de distancia, podemos tener una visión distorsionada porque fue un parto difícil, pero cargado de pasión por ser fiel al Concilio y a las intuiciones de Medellín (1968). La perspectiva abierta por ‘Evangelii nuntiandi’ abrió el escenario de la historia y la cultura en la vertiente de la religiosidad popular. Entre los obispos, más allá de las posturas extremas y de las presiones conservadoras, se impuso la cercanía a los pueblos y a sus necesidades. Se decantó una dinámica post-Puebla rica en participación de todo el pueblo de Dios.
De tal modo que Medellín y Puebla forman una unidad en la diversidad con rostro propio, mestizo, latinoamericano. Hoy es parte de la identidad católica latinoamericana, aunque está pendiente todavía asumirlos con mayor fuerza, enriquecida por 40 años de camino con nuevos desafíos que exigen tradición y creatividad.
P.- ¿Por qué se ha elegido el tema de la sinodalidad para hacer memoria de este aniversario?
R.- La sinodalidad se ha ido decantando, tanto desde el punto de vista doctrinal como en la praxis eclesial, pues la experiencia colegial y la realidad del ‘sensus fidelium’ abren y exigen nuevos caminos que el papa Francisco ha puesto sobre el tapete en línea superadora de los documentos relativos al ministerio episcopal individual y colectivamente.
No se trata de delegar competencias de arriba hacia abajo, sino al contrario; la condición de bautizados, la praxis eclesial de los primeros siglos en concilios y sínodos, y la riqueza de la actual eclesiología nos invitan a avanzar en fidelidad a la tradición y a las exigencias de la posmodernidad. Es un tema en pleno desarrollo, que anuncia un nuevo rostro de la Iglesia en un mundo ávido de trascendencia y no de estancamiento, en un presente desconcertante por falta de un proyecto humanizador.
La fe cristiana abierta a las periferias y a los excluidos es la tarea de ser buena noticia para todos desde los más pobres. Es la espiritualidad cristiana auténtica.
P.- ¿Podría decirse que Puebla supuso la mayoría de edad de Medellín?
R.- Puebla es algo más que la mayoría de edad de Medellín. Es la consolidación en el dinamismo de configurar la identidad católica desde la realidad propia del continente latinoamericano y caribeño. Con sus más y sus menos, es lo que se ha ido consolidando sin posibilidades de retroceso en la especificidad católica desde la realidad sociocultural y religiosa de una región en un mundo globalizado.
P.- ¿Se ha hecho justicia histórica con todo lo que aportó aquel encuentro a la vida de los pueblos del continente?
R.- Puebla requiere todavía de ser rememorado, más que conmemorado, pues el cambio de mentalidad no se da automáticamente. Hace falta reflexión, discernimiento y extraer de los éxitos y retrocesos los nuevos desafíos que asumir. Esa herencia forma parte ahora de una exigencia católica por la presencia del primer Papa hijo del fin del mundo latinoamericano.
P. Apenas cuatro años después de celebrarse la reunión en Puebla, era nombrado obispo auxiliar de Mérida por el propio Juan Pablo II que había inaugurado la cita. ¿Se imaginaba entonces ver algún día un papa latinoamericano?
R.- A decir verdad, la posibilidad de un papa latinoamericano la veíamos –no en plural mayestático, sino comunitario– como algo todavía lejano. Al término del segundo viaje de san Juan Pablo II a Venezuela en 1996, me atreví a decir en la Nunciatura –ante una pregunta parecida a la de esta entrevista– que de haber un papa de este lado del Atlántico debería llamarse Gregorio XVII por su postura misionera y la creación de nuevos obispados teniendo presiones políticas y eclesiásticas contrarias. Sin embargo, a raíz de la elección de Benedicto XVI, pareció más cercana la posibilidad de que viniera un papa de la periferia y no de la centralidad católica europea. Francisco viene a ser un verdadero kairós que interpela proféticamente a la Iglesia y al mundo.
P.- Puebla invitó a reflexionar sobre ‘La Evangelización en el presente y el futuro de América Latina’. ¿Qué le sugiere que la esperada constitución apostólica con las reformas impulsadas por el papa Francisco y el Consejo de cardenales contemple la creación de un ‘superministerio’ para la Evangelización?
R.- La evangelización está cada vez más al centro de la misión de la Iglesia, pero bajo los nuevos parámetros expresados por el magisterio doctrinal y gestual del Papa jesuita y latinoamericano, más allá de un proselitismo o elitismo del cristianismo. Estamos en un cambio profundo de época, con nuevos retos para la Iglesia: moverse en un mundo secular, asumir las debilidades y fallas, como el tema de los abusos.
También el replanteamiento del ministerio ordenado como servicio y no como poder, sin referencia al pueblo bautizado. Temas como los de la familia o la ecología ponen la misericordia y el espíritu samaritano más allá de otros valores, legítimos, pero que nos asemejan más al mundo del poder… Todo ello es solo una muestra de los muchos frentes que con valentía ha puesto sobre la mesa Francisco y que no justifican las voces disonantes, sobre todo entre los de casa. Estamos ante un momento muy rico, para que la espiritualidad sea más recia y con coraje ofrezca la esperanza de Jesús encarnado y débil pero cargado de la fuerza liberadora del buen Dios.