En estos días marcados por el paso de la Pascua, entre ratos de silencio o zozobra, oración o exaltación, viene bien sacar un espacio libre para una lectura sosegada. En este caso, una buena opción puede ser ‘Cómo se hace una novela’, que vendría a ser una especie de autobiografía (nada al uso) de Miguel de Unamuno.
El lector que tenga tiempo, gozará de una obra que palpita en cada página. Pero, el que disponga de solo unos minutos, que no cese en el empeño y lea al menos el prólogo, escrito por el hispanista francés Jean Cassou. En él se encontrará con tesoros como este, en el que se apunta que la esencia del pensador bilbaíno es la siguiente: “Absorto en la contemplación de su propio milagro (el hecho de vivir), no puede soportar el no ser eterno”.
Y es que es la suya, la de don Miguel según Cassou, “una humanidad que confiesa, que no deja de confesar, de clamar y proclamar”… ¿El qué? Que “no se perderá nada”. Es decir, que la muerte no vencerá. Al menos a quien se ha entregado a la obra de crear vida: en la música, en la poesía…, en lo que deja marcada la retina de los coetáneos con algo único, propio y diferente.
En este punto, el hispanista galo señala que Unamuno es todo un Dios creador, siendo sus imperecederas criaturas “los hijos de su espíritu, como aquel personaje de ‘Niebla’ que viene a echarle en cara el grito terrible de ‘¡Don Miguel, no quiero morir!’; como Don Quijote, más vivo que el pobre cadáver llamado Cervantes; como España, no la de los príncipes, sino la suya, la de don Miguel, que transporta consigo en sus destierros, que hace día a día en cada uno de sus escritos y de la que puede decir que es su hija y no su madre”.
Cierra Cassou su prólogo dando en la diana del cristianismo en el que, se reconozca o no, se situó el eterno rector de la Universidad de Salamanca: “Protesta. Y su protesta sube hasta Dios, no esa quimera fabricada a golpe de abstracciones alejandrinas por metafísicos ebrios de logomaquia, sino al Dios español, al Cristo de ojos de vidrio, de pelo natural, de cuerpo articulado, hecho de tierra y de palo, sangriento, vestido, en que una faldilla bordada en oro disimula las vergüenzas, que ha vivido entre las cosas familiares y al que, como dijo santa Teresa, se le encuentra hasta en el puchero”.
Cassou tenía razón… Unamuno, para quien tan real es Cervantes como Don Quijote, solo se sintió incapaz de recrear un personaje, por ser este ya la culminación de la Historia: Jesús de Nazaret, el Cristo, al que siempre se refirió como “el más divino de todos los locos”.