Siria entró en marzo en su octavo año de guerra y hace tiempo que se dejaron de contar los muertos, los heridos, los desaparecidos y los que huían del país, precisamente porque hasta eso era utilizado como propaganda por los distintos bandos. La única verdad de la guerra en este tiempo es que ha cambiado la vida de 20 millones de personas. Todos lloran a algún muerto, muchos han perdido lo que tenían y la mayoría se ha visto obligada a cambiar de lugar de residencia o a salir del país. La mal llamada Primavera Árabe –si esto es la primavera, qué será el invierno, dicen los sirios– dio alas a los terroristas de ISIS para sacar tajada de un país herido, y el conflicto, lleno de intereses económicos internacionales, ha terminado convirtiéndose en una cruzada contra el terrorismo yihadista.
En estos ocho de años de guerra, los salesianos han permanecido en el país junto a los cientos de jóvenes y sus familias que atienden en Alepo, Damasco y Kafroun. “No entendían que nos quedásemos al empezar la guerra, cuando algunos teníamos pasaportes extranjeros y podíamos salir del país”, recuerda el misionero salesiano Alejandro León, actual superior de los Salesianos en Medio Oriente. Pero la respuesta siempre era la misma: “Si la comunidad a la que Dios me envió es mi familia, ¿cómo abandonarla en los momentos que más me necesita?”.
La Iglesia nunca se fue
Viajar a Siria no es fácil ni tampoco cómodo. Como ocurre con las pandemias, muchas organizaciones internacionales y ONG dejaron hace mucho tiempo el país. Sin embargo, la Iglesia nunca se fue y sigue al lado de la población. La guerra ha terminado en las grandes ciudades y solo quedan pequeños focos del conflicto, aunque los incontables controles militares en carreteras y calles, los aviones y alguna explosión lejana sigan conviviendo con las cientos de miles de balas que pueblan los campos y los edificios en ruina y con el ruido de los generadores ante los continuos cortes de luz.
En estos años de guerra, cada joven que atienden los salesianos puede contar miles de anécdotas de situaciones de riesgo, de tensión y de incertidumbre. “Nos despedíamos de nuestros padres como si no volviéramos a vernos más, y es que la posibilidad era real. Memorizaban la ropa con la que salíamos de casa y nos tatuábamos en los brazos sus números de móvil por si ocurría algo y tenían que avisarlos. De esas situaciones hemos aprendido a celebrar cada instante, a saludarnos y despedirnos como si hiciera años que no nos viéramos o fuera la última vez y a inmortalizar cada instante con fotografías en nuestros móviles para los momentos felices”, explica Biso Aghas, una joven de Alepo.
La última bomba en Damasco
Majdoleen Alzukimi tiene 23 años y, desde los siete, frecuenta el Centro Juvenil de los Salesianos en Damasco. Su historia es solo un ejemplo más de todas las que contienen el dolor y el trauma de la guerra, pero también la esperanza de la paz y del futuro. Su padre fue reclutado, como tantos otros, para el servicio militar obligatorio y fue enviado al frente de guerra. “Lo veíamos un día a la semana. En teoría estaba en una zona segura y cercana, pero el miedo y la preocupación por él siempre nos acompañaban”, recuerda la joven.
Ni ella ni su familia pueden olvidar el 21 de marzo de 2018, la celebración del Día de la Madre en Siria. La guerra en Damasco vivía en esas semanas sus últimos episodios, pero también los más violentos, con intensos bombardeos indiscriminados. Ese día, avisaron a Majdoleen de que “algo le había pasado a mi padre, pero sin saber qué, aunque siempre te pones en lo peor”.
Un vacío enorme
La última bomba que cayó en Damasco mató a su padre y por eso la joven Majdoleen debe ser la única persona en Siria que afirma esto entre lágrimas: “Mi deseo es que la guerra no hubiera terminado nunca en Damasco, porque su final implicó que mi padre muriera. Si la guerra continuara hoy, mi padre seguiría vivo”.
Nunca se acaba de superar una muerte de forma traumática, pero Majdoleen es fuerte y asegura que “mi madre ha sido un gran ejemplo, así que, aunque el vacío que tenemos es enorme, todos sentimos que nuestro padre está con nosotros y rezamos por él, sabiendo que hay mucha gente que está peor que nosotros”.
Eso sí, para Majdoleen, como para otros cientos de jóvenes en Alepo y Damasco, los salesianos han representado en todos estos años un “oasis de paz” en medio de la guerra. Ha habido dolor, pero sobre todo esperanza en el futuro y alegría para celebrar cada instante que les regala la vida.