Cada viernes, Vida Nueva te acerca sus recomendaciones en pantalla grande (o no tanto)
Aquel joven Simba, que abandonaba su reino para descubrir el auténtico significado de la responsabilidad y de la valentía tras la muerte de Mufasa, su padre, regresa 25 años después de que Disney lanzara la que ha sido una de las historias animadas más celebradas y versionadas de la veterana factoría.
Dirige y produce este ‘remake’ animal Jon Favreau, responsable también de poner al día, con idéntica factura CGI, ‘El libro de la selva’ (2016). Y es que los clásicos de la infancia (‘Aladdin’, ‘La bella y la bestia’, ‘Dumbo’…) están de vuelta… o las ideas atraviesan un alarmante y prolongado período de sequía.
El despliegue de efectos visuales e imágenes generadas por ordenador mejora las limitaciones técnicas del original, pero nada cambia en el desarrollo de aquellos hechos que se nos narraban en 1994. Ni los personajes (Rafiki, Timón, Pumba…), ni las emociones que despiertan (tristeza, miedo, alegría…) ni, por supuesto, las archiconocidas melodías que nos acompañan (¿quién no se ha animado alguna vez a cantar ‘Hakuna Matata’?).
Una película, en suma, concebida para disfrute de las legiones de nostálgicos dispuestos a acudir a la llamada (rugido) de los buenos sentimientos.
Cuatro viejas glorias del cine conviven en una remota villa, convertida en santuario de una antigua estrella, hasta que dos jóvenes llegados de Buenos Aires –“agradables, desubicados y malos”– ponen patas arriba su plácido retiro.
La visita, acogida como oportunidad o amenaza por los recelosos inquilinos, constituye el contrapunto que Juan José Campanella necesitaba para plantear una hábil partida entre la sabiduría que otorga la edad y esa arrogancia juvenil y su ambición sin límites. Un interesante tira y afloja planificado y dirigido con maestría, y encumbrado por duelos interpretativos plenos de sarcasmo e ironía.
Tras su aventura televisiva americana, el oscarizado cineasta regresa al cine de diálogos, grandilocuentes y afilados. Y lo hace con este ‘remake’ de otra comedia negra argentina de los 70, una historia de actores que supone la enésima vuelta de tuerca a temas como el amor, la fama y el olvido, la ancianidad y la muerte…
Con una puesta en escena de lo más teatral y un reparto en estado de gracia, solo cabe ponerse a salvo de alimañas y disfrutar con esta fábula, moraleja incluida: “La vida y la muerte dependen del que combina los ingredientes”.
Pedro Almodóvar echa la vista atrás para contarnos cómo aquel niño “novelero” de provincias llegaría a convertirse un día en reconocido cineasta. No sin renuncias, crisis y cicatrices. Esas que luce su ‘alter ego’ (un espléndido Antonio Banderas) mientras se debate entre volver a escribir y rodar o, simplemente, seguir viviendo… instalado en sus lamentos.
Este autorretrato sortea cualquier tentación intimista y nostálgica, a cuenta de sus orígenes rurales o del placer que le proporcionó descubrir aquel cine de verano de la infancia, para regalarnos estampas de una época que no entiende de fronteras físicas ni temporales.
El cromatismo marca de la casa ilustra las lecciones de dolor y gloria que prologan esa particular Semana Santa en la que podría concentrarse su vida familiar y profesional a lo largo de los años. Con referencias religiosas, siempre muy presentes, y las relaciones consigo mismo (con sus aflicciones y adicciones), con su entorno más cercano (especialmente, con su madre) o el Madrid de los 80.
Todo un ejercicio de sinceridad, a modo de testamento, que constituye también una terapia personal contra el vértigo que produce envejecer. Una obra mayor, pero no maestra.