Reportajes

El Pueblo de Dios existe y está en Huelva





Vicente se detiene frente al lago. “Yo vi un cielo nuevo y una tierra nueva”. Unos segundos de silencio y toma de nuevo la palabra. “Que no nos creamos nada”. Le sigue otro mantra. “Hay que dejar huella del mensaje, no del mensajero”. Desaparecer entre la multitud que pisa cada año este rincón de Huelva buscando respuestas y topándose con más preguntas. Gracias a él. Aunque él se perciba como siervo inútil. Ahí están Brotes de Olivo y Pueblo de Dios, frutos que nunca ha querido en propiedad.

El grupo de referencia para la música cristiana contemporánea a punto de cumplir medio siglo y una comunidad de vida que acumula casi cuatro décadas a sus espaldas en un pequeño terreno, en el desvío de una carretera comarcal. Brotes y Pueblo caminan en paralelo, de la mano. Dios revela un carisma a partir de la música. Para ser signo de comunión para la Iglesia y para el mundo.

La comunión. Esa sana obsesión de un Vicente Morales de 82 años que comenzó a esbozarse cuando se ennovió con Rosa Escala. Siete meses antes de casarse, el proceder de Manolo, un compañero de trabajo, les noquea. Solía quedar con él para tomar un cafelito camino del trabajo. “Sin saber muy bien por qué, cambié mi rumbo, entré en una parroquia y le vi rezando. Me dijo: ‘Te esperaba, cuánto has tardado’”. Aquel día, Vicente no quedó solo con su compañero de trabajo. Dios también quería un macchiato, y la pareja de jóvenes descreídos se tomó dos tazas.

Un proyecto evangelizador

Tras la boda, Vicente y Rosi se hacen cursillistas y cada martes se reúne un grupo de hasta quince matrimonios. Oración, formación y evangelización. En una de aquellas eucaristías de matrimonios, Vicente se pone al frente del Farfisa, el nuevo órgano de la parroquia. Durante la comunión, de forma espontánea, su hija mayor, con solo cinco años, entona “Soy yo, Señor, que contigo quiero hablar”. Son los primeros acordes. No de una canción, sino de un proyecto evangelizador, un plan al compás de Dios. 

El 3 de junio de 1970 “Vicente y sus muchachos” ofrecen un primer concierto a beneficio de Cáritas. Y, justo un año después, nace Brotes de Olivo como tal, de nuevo en un recital para la ONG con la Sinfonía del Nuevo Mundo. Brotes resulta imparable. Todos quieren escucharles. Suenan a novedad en la Iglesia. Pero lo suyo es algo más que un canto de alabanza. Se convierte en un fenómeno religioso. Los jóvenes quieren ir a Huelva a conocer de primera mano el estilo evangélico de aquellas familias. De un día para otro, se ven organizando un campamento para más de 6.000 jóvenes. En plena Transición y con la Movida de fondo, no fueron pocos los que se presentaron allí con papelinas y se toparon de frente con el Misterio. En plena eucaristía, en torno a una fogata, los traficantes infiltrados se confesaban y quemaban su pasado en una fogata. Espacio de conversión y de revelación.

A aquella multitudinaria acampada le seguirían retiros, convivencias, pascuas, campos de trabajo… Y el anhelo de permanencia más allá de encuentros esporádicos. En 1981, se constituye como tal la primera comunidad de Pueblo de Dios en El Candoncillo, una finca situada junto a la localidad de Niebla, a la que rebautizarán como La Tierra. No busquen un paisaje de óleo. Ni los viñedos de Falcon Crest. Secarral entre olivos a un precio asumible, que se aderezará con una pequeña laguna artificial.

No reglas, sí principios

“No habrá en la comunidad ni reglas ni estatutos, pero sí principios”, recoge uno de los primeros documentos marco. En el clímax de Pueblo de Dios han llegado a vivir unas 60 personas: 40 adultos y 20 niños. Hoy permanecen dos matrimonios con ocho hijos en total, cuatro laicos y un sacerdote, Pedro Cid. Al frente de la comunidad, por primera vez, una mujer, María Macías. María llegó a El Candoncillo con 15 años y se quedó prendada, pero aquella chispa tardó en prender del todo. “Mi marido y yo siempre hemos buscado traslucir el Evangelio desde lo comunitario y, a pesar de que aquí celebramos el retiro previo a nuestra boda y todas las tandas de ejercicios, hasta hace tres años no caímos en la cuenta de que era nuestro lugar”.

“Nuestro carisma ha sido tan libre que no sé hasta qué punto hemos sido capaces de encauzarlo. No hemos sido plenamente conscientes de la relevancia de lo que estábamos viviendo con religiosos de todas las ‘marcas’ y laicos de todas las sensibilidades. Todos queríamos forjar una vocación cristiana de conjunto, en comunión y en libertad, dos pilares difíciles de conjugar; cuando no quieres crear un orden o una estructura, la verdadera comunión duele, porque comulgar en el día a día con el otro implica asumir que te va a fallar y que tú le vas a fallar”, se confiesa Josema Marín, parte activa desde que hace 30 años se plantara en Niebla como un recién licenciado en Derecho con ganas de comerse el mundo. Lo dejó todo, como un discípulo más, se casó con una de las hijas de Vicente y, durante seis años, ha sido coordinador de la comunidad.

Sin cobertura móvil, en Pueblo de Dios comparten una placa solar para las diferentes casas, lo que limita las horas de acceso a la electricidad. Antes de Laudato si’, allí ya se autoabastecían de un huerto que hoy da tomates por doquier, además de berenjenas, pimientos, calabacines y melones. “Es un lujo, porque Josema vivía sin luz”, comenta Alicia, que el pasado Pentecostés se mudó a Pueblo de Dios con su esposo y sus tres hijos. “Los Cursillos de Cristiandad se nos quedaron cortos. No nos gustaba la forma en que vivíamos en la sociedad, necesitábamos libertad. No queríamos entrar con nuestros hijos al cien por cien en la dictadura del móvil y los videojuegos, sino vivir desde el Evangelio, sin cursilerías”.

Hogar de acogida

“Hemos pasado por muchas etapas, unas con mucha gente, otras con poca, pero nunca hemos dejado de ser tierra de acogida”, interviene Pepa, que lleva 30 años viviendo en Pueblo de Dios: “Aquí no está llamado a vivir todo el mundo, pero sí es lugar de paso para trasladar lo que aquí se vive a su barrio, a su parroquia o a su familia”.

Antonio, con 82 años, comparte su veteranía en la comunidad. “Nunca quise venir porque aquí no se me había perdido nada, pero el caso es que sigo buscando”, bromea, sabedor de que “Dios hace lo que le da la gana con cada uno de nosotros. Por eso, estoy convencido de que esto es obra suya”.

Elvira acaba de incorporarse a la comunidad, tras idas y venidas vitales que han desembocado en un “sí” al dar el salto a la prejubilación. “Espero que Dios me siga soplando lo que quiera hacer con mi vida. Me ha traído hasta aquí por la propia koinonía de espiritualidad de Pueblo”, explica sentada junto a Jordi, un barcelonés que forma parte de ese grupo centinela que, sin vivir en la casa, alienta y apoya al grupo: “Cuando vine por primera vez, me alucinó su sencillez y providencia evangélica. Vengo regularmente porque siento la necesidad de compartir la fraternidad”.

Ese enganche también lo tiene Catalino, otro centinela que debutó en la finca como guardia civil: “Llegué de patrulla con un compañero, tuve una conversación fortuita con Vicente… y hasta hoy, que sigo enamorado de esta Tierra de servicio y libertad”. Atracción que comparte con Pedro Cid, el sacerdote que dejó su vida franciscana –que no los votos– por ser uno más. “Hemos vivido momentos durillos, pero ahora el Señor manda savia nueva para mostrar que otra Iglesia es posible, que los curas no somos dueños de nada, que todos somos portadores de esperanza desde nuestro ministerio”.

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