Se cumple medio siglo del festival de música más universal de todos los tiempos. Hace 50 años, en la tarde del 15 de agosto de 1969, arrancaba el Feria de Música y Arte de Woodstock, que se celebraba a unos kilómetros de la población que le da nombre porque los organizadores no llegaron a un acuerdo con los habitantes del lugar. En una granja del estado de Nueva York se desbordaron todas las previsiones de asistentes, la lluvia dejó un espacio impracticable de lodo y frío, las drogas circularon sin control… pero el festival ha dejado una huella imborrable en la música, en el activismo político a favor de un pacifismo sin excepciones, en la estética y el propio movimiento hippy…
Pero, ¿y su legado espiritual? ¿Qué ha transmitido para el alma aquel escenario en el que durante 3 días se sucedieron intérpretes como Jimi Hendrix y su interpretación más rockera del himno estadounidense con un solo de guitarra eléctrica?
Algunos estudiosos de la música norteamericana consideran a Woodstock no solo como el festival más icónico, sino también como el más espiritual de cuantos se han celebrado hasta ahora y cuya herencia sigue resonando. Por ello, uno de los organizadores, Michael Lang, escribía hace 10 años en el libro ‘The Road to Woodstock’ y afirmaba que el legado es que de “Woodstock surgió una comunidad”, “un sentido de posibilidad y esperanza nació y se extendió por todo el mundo”.
Un historiador del rock, Pete Fornatale – que se considera “un no creyente que quiere creer”– al analizar el festival concluye que en el fondo “Woodstock era una experiencia espiritual”. Lo trata de demostrar en el libro ‘Back to the Garden: La historia de Woodstock’ y lo explicaba en una entrevista para Chron. “La espiritualidad puede no ser lo primero que la gente asocia con Woodstock, pero los jóvenes buscaban una identidad y un sentido que encontraron ese fin de semana” en Bethel –nombre bíblico de la granja que finalmente acogió la cita–.
Repasando los himnos compartidos (Amazing Grace y Swing Low, Sweet Chariot) y los sermones de cantantes casi proféticos como Sylvester Stewart el ambiente parece estar creado. Además, el historiador habla de hasta un nuevo milagro de los panes y los peces en el espíritu de comunión allí creado en aquel largo fin de semana: “los asistentes al festival que compartían la comida con los hermanos y hermanas hambrientos”.
Sin embargo, el relato más común va por otro lado. En plena posmodernidad, la contracultura se normalizó con macroeventos como Woodstock y sus canciones protesta. La música y la estética artística del festival era señal de un movimiento que para muchos jóvenes desplazaría la religión de sus vidas. Algo a lo que contribuyó la crítica más feroz desde los ambientes más institucionalizados o la reducida visión para ver lo que allí estaba sucediendo.
Los valores más presentes eran el sentirse bien, la huida del estrés y el estar en paz con uno mismo, la meditación… algo más propio del yoga que de la religión en sentido clásico. Algo que además iba contra una imagen de ver la familia, el compromiso político o el honor y el patriotismo.