Al concluir su homilía en la celebración de la Virgen de los Reyes, el obispo auxiliar de Sevilla, Santiago Gómez Sierra, ensalzaba la labor de las Adoratrices y de otros colectivos eclesiales en la lucha por las “violencias mayores contra el cuerpo en nuestra cultura” refiriéndose a ejemplos como la ideología de género o la trata de personas más vulnerables. A estos mismos colectivos llegan también en muchas ocasiones las víctimas de violencia contra las mujeres. Y es que, más allá del debate político demagógico, las estadísticas no dejan lugar a dudas: 39 mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas, la última en este mes de agosto. De las 38 víctimas por violencia de género que hay que lamentar hasta julio de 2019 –según datos del ministerio de Presidencia–, un total de 30 no habían presentado denuncia.
Para atajar un problema hay que ser consciente de que este existe, por ello en el ambiente eclesial se ha hecho un camino para estar sensibles a esta realidad con criterios de hoy en día. Para ello, hay que pasar de una mentalidad cultural que resitúa las relaciones en el ámbito doméstico.
La preocupación por los que más sufren, la igualdad dignidad de los hijos (e hijas) de Dios está en la esencia del Evangelio. Por ello, justificaciones de antaño o discursos minimizadores de la problemática no ayudan a acabar con esta lacra. No hay excusas para rechazar y condenar este tipo de violencia.
Si Jesús en la parábola del buen samaritano pone por encima la atención al apaleado que la asistencia a las funciones del templo u otros compromisos rituales es porque está poniendo en el centro a la víctima. Esto vale también en el caso de la violencia contra las mujeres por mucho que esta se produzca en el ámbito doméstico, en la intimidad del hogar familiar.
Sin duda ninguna, el proyecto familiar cristiano no puede acoger cualquier forma de violencia o manipulación del otro. Por ello, el papa Francisco recuerda en ‘Amoris Laetitia’ que “es importante ser claros en el rechazo de toda forma de sometimiento sexual … El matrimonio se entiende como una pertenencia mutua libremente elegida, con un conjunto de notas de fidelidad, respeto y cuidado. La sexualidad está de modo inseparable al servicio de esa amistad conyugal, porque se orienta a procurar que el otro viva en plenitud” (n. 156).
El discurso religioso debe ser liberador, no un agravante para quienes sufren o propician la violencia de género. Esta convicción es la que ha impulsado proyectos para acompañar a las víctimas y trabajar en la prevención desde las Cáritas diocesanas, la parroquias, órdenes como las trinitarias, las oblatas o las adoratrices…
La defensa de la dignidad e igualdad de las personas es una expresión de la fidelidad evangélica, no se puede renunciar a ella. La Iglesia puede y debe colaborar con quienes, desde el compromiso por el bien común, trabajan en este campo y luchan en favor de la igualdad de género.