De sobras es conocida la importancia de Manuel Azaña como hombre clave de nuestra historia contemporánea nacional: hombre de letras, liberal y, en el Gobierno de la II República, ostentador de los principales cargos: ministro de la Guerra, presidente del Consejo de Ministros y, al fin, presidente de la República.
Sobre su relación con lo religioso, se le vincula con su histórica frase (“España ha dejado de ser católica”) y con la difícil relación con la Iglesia por parte del Ejecutivo republicano (con expulsión de órdenes religiosas incluida y con periódicas quemas de iglesias y conventos). Pero, lejos de esa imagen de odiador de la fe, lo cierto es que Azaña sintió tal fascinación por lo espiritual (seguramente, fruto de la misma formación religiosa que tantas veces le llevó a denunciar ciertos privilegios de la Iglesia) que, en el lecho de muerte, se confesó y recibió la extremaunción.
El episodio lo relató el jesuita Gabriel Verd en el artículo ‘La conversión de Azaña’, publicado en la revista ‘Razón y Fe’ en 1986. En él se refiere a la importancia de dos personas: la religiosa Ignace, hermana de la Caridad, y Pierre-Marie Théas, obispo de Montauban desde 1940, ciudad francesa a la que había llegado el líder republicano tras exiliarse unos meses antes de España, prácticamente perdida ya la Guerra Civil.
Azaña llegó a Montauban ya gravemente enfermo y lleno de miedo, pues la mitad de Francia había sido ocupada por las tropas de Hitler y la otra media estaba en manos del colaboracionista Pétain. En esos momentos de desasosiego, ya con la muerte rondándole pese a solo tener 60 años, Azaña conoció a la hermana Ignace, que acudió al hotel en el que se alojaba para pedirle ayuda para unas familias judías que querían escapar del país.
Como relata Verd, muy pronto nació una bella amistad entre Azaña y la monja, que iba a verle asiduamente junto a su familia y que fue quien le presentó al recientemente nombrado obispo de Montauban. En pocas semanas, entre ambos se forjó una relación de confianza, siempre en base a charlas hondas y sinceras. En ellas, Azaña lamentó con mucha tristeza los ataques sufridos bajo su gobierno contra los religiosos, lamentando su incapacidad por controlar a las masas enfervorecidas.
El jesuita recuerda que la viuda del político, Dolores de Rivas Cherif, narró así sus últimas horas, cuando, en la medianoche del 3 de noviembre, empezó a agonizar y ella misma pidió avisar a la hermana Ignace y al obispo Théas: “Ya por la noche, viéndole morir, por encargo mío salieron en busca de la monja, y esta, cumpliendo mis deseos igualmente, vino acompañada del obispo. Minutos después, nuestro enfermo expiraba”.
Al día siguiente de su muerte (Azaña fue enterrado con una cruz en la lápida, aunque Pétain impidió que se le honrrara como un Jefe de Estado), Théas contó lo que ocurrió un día en una de sus charlas: “Deseando conocer los sentimientos íntimos del enfermo, le presenté un día el crucifijo. Sus grandes ojos abiertos, enseguida humedecidos por las lágrimas, se fijaron largo rato en Cristo crucificado. Seguidamente, lo cogió de mis manos, lo acercó a sus labios, besándolo amorosamente por tres veces y exclamando cada vez: ‘¡Jesús, piedad y misericordia!’. Este hombre tenía fe. Su primera educación cristiana no había sido inútil. Después de errores, olvidos y persecuciones, la fe de su infancia y juventud informaba de nuevo la conducta de los últimos días de su vida”.
En 1952, el obispo contó con más detalle cómo, en el lecho de su muerte, a petición del enfermo y con el consentimiento de su viuda, “recibió con plena lucidez el sacramento de la Penitencia, que yo mismo le administré. Después, sujetas sus manos entre las mías, mientras yo le sugería algunas piadosas invocaciones, el presidente expiró dulcemente, en el amor de Dios y en la esperanza de su visión“.
Lo recuerde o no la Historia, cuando murió Manuel Azaña, murió un hombre fascinado por Jesús de Nazaret.