“Mi vida siempre ha estado marcada por el Sur, desde la ciudad en la que vivo, un municipio llamado Getafe, al sur de Madrid, hasta la opción vital de ir a Colombia este verano”.
Así comienza su relato la joven española Isabel Gutiérrez, a quien el carisma educativo calasancio, sus convicciones pastorales, su celo por el voluntariado, y su marcado compromiso social, le han dado motivos de sobra para viajar este año a Bogotá y compartir varias semanas de su vida con los niños y las familias de Ciudad Bolívar, y aproximarse a la misión de la Iglesia en la frontera colombo-venezolana.
Pregunta.- ¿De dónde nació esa pasión por ‘los últimos’, por los desheredados de este mundo?
Respuesta.- El Sur no es solamente un lugar geográfico, es el espacio donde confluye lo pequeño y frágil de la vida; escuela para aprender a amar y dar lo mejor de uno mismo.
Mi sur se desenvuelve día a día en el colegio ‘Divina Pastora’ que las religiosas Calasancias tienen en Getafe. A mis padres les debo esta apuesta que me ha regalado el don de la fe y una pertenencia a la Iglesia a través de un carisma específico.
Nuestro fundador, el escolapio Faustino Míguez, un hombre enamorado de Dios y apasionado por su causa, nos ha dejado una espiritualidad donde el centro son los pequeños, los abandonados del sistema, los últimos.
Desde que era alumna de este colegio, en el que actualmente trabajo, he visto cómo muchas religiosas vivían desde esta clave de entrega. El testimonio de vida de estas mujeres me animó a seguir este camino de ‘buscar y encaminar’ y condicionó mis estudios y mi vocación. Mi trabajo en el departamento de Orientación, en estos doce años que llevo, me permite encontrarme con Dios hecho fragilidad día a día.
Desde la pastoral, la acción social y el voluntariado, intentamos vivir ese amor de Dios y el amor a los demás como una misma cosa. Esto nos permite crear los mimbres necesarios para enfocarlos en acciones concretas y ser Iglesia en salida.
P.- ¿Cómo nació su vocación al voluntariado?
R.- Hay carismas que se viven desde un ser y hacer misionero como proyecto de vida, y el carisma calasancio tiene mucho de esto. Desde pequeña he tenido la suerte de escuchar, ver y tocar realidades de misión en el testimonio de muchas religiosas calasancias que pasaban por mi aula y me iban regalando experiencias y mucha vida misionera. Leer la revista Gesto de forma habitual, y trabajarla en las horas de religión, hablarlo en casa con mis padres y posteriormente poder acompañar a mis catequistas de referencia en misión, va forjando ese espíritu misionero que se mueve impulsándome a hacer lo mismo.
A los 23 años tuve mi primera experiencia misionera en Tijuana, México. Lugar fronterizo, lugar de sueños rotos y desesperanza. Era muy joven y no sabía casi nada, no se hablaba de periferias ni de Iglesia en salida, pero había vivido la muerte de una voluntaria con la que me había estado formando todo el año, una semana antes en Guinea Ecuatorial a manos de un militar menor de edad.
Esto, marcó mi vida y mi compromiso para siempre. Su deseo profundo de ayuda, ha sido para mí motor en muchos momentos para tomar decisiones, como irme a Guinea Ecuatorial un año entero y, sobre todo, para mantener una dinámica de ayuda en mi día a día en España.
Ser misionero es un estilo de vida, un proyecto que marca tus relaciones afectivas, laborales, tu manera de ver y vivir la realidad, de mirar el mundo. No es irse de misiones los veranos, ni quedarse en una experiencia de larga duración, es un ser y estar en la Iglesia poniendo en el centro al pequeño, al vulnerable, al pobre que en cada contexto y situación se redefine exigiendo una respuesta comprometida y urgente.
P.- ¿Por qué decidió venir a Colombia este año?
R.- El Voluntariado Misionero Calasancio es un grupo que formamos laicos y religiosos/as de la familia calasancia en España (escolapios, escolapias y calasancias). Juntos intentamos dar respuesta a los proyectos misioneros calasancios extendidos por el mundo. Nos formamos, oramos y discernimos juntos, somos comunidad de envío y acogida de los voluntarios que se van y vienen buscando llevar en todo lo que hagan la mirada y los gestos de Dios.
Después de Tijuana vino Senegal, Guinea ecuatorial, en tres ocasiones, India (proyecto de la familia marinista), Tetuán (proyecto de los padres Blancos)… pensé que había cerrado la etapa de salir en misión hasta que el verano pasado me propusieron participar de una nueva experiencia en Bogotá. En ese deseo de querer llegar a las periferias existenciales de la vida, las religiosas calasancias se aventuraban, en colaboración con los padres somascos, a abrir de nuevo una casa para atender a los niños de ciudad Bolívar, Paraíso. La propuesta era hacer una comunidad mixta, religiosas y laicos como apuesta de vida misionera compartida. En ese momento no me sentí con fuerzas, para decir ‘sí’.
Pero Dios siempre nos primerea, y toma la iniciativa para seguir haciéndonos propuestas arriesgadas y salir a nuestro encuentro. Y es así como volvió a surgir, después de mi negativa a irme de larga duración, la oportunidad de una experiencia de verano en Paraíso. Contra todo pronóstico, pues al ser una comunidad de apertura reciente (en el mes de enero), lo previsible no es recibir voluntarios de corta duración un verano. Dios hace milagros si le dejamos, y conmigo lo ha hecho este verano.
Atrás quedan los miedos de repetir esquemas, de vivir ‘lo mismo’, de dejar poco espacio a la novedad en detrimento de la rutina… Dios lo hace todo nuevo y lo que parecía una experiencia más, se ha convertido en encuentro y palabra transformadora y desafiante.
P.- ¿Cómo describe su experiencia en esas cuatro semanas?
Nuestro trabajo ha sido muy sencillo: estar y acompañar a los niños y las familias de Paraíso. Cada día era diferente: película y palomitas, ordenadores, manualidades, música y apoyo en las tareas del colegio y en las áreas instrumentales básicas. Nosotras hemos apoyado sobre todo en las tareas, las manualidades y en el refuerzo en lengua y matemáticas.
Desde las 8 de la mañana que vienen los primeros niños, hasta las 5 p.m. que se van los del turno de la tarde, la casa de las hermanas se llena de abrazos, risas, fútbol y momentos de encuentro profundo donde terminas planteándote quién ayuda a quién.
De esas cuatro semanas, una de ellas hemos tenido la suerte de conocer Cúcuta. Allí hemos estado con los profesores del jardín y con el grupo de fe, grupo de misión compartida, que tienen vinculado a la escuela. Hemos compartido y profundizado en la figura del educador calasancio, en la propia vocación y lo que nos aporta el carisma para vivir nuestra fe.
P.- En Bogotá y en Cúcuta ha experimentado algunas ‘fronteras geográficas y existenciales’. Para usted, ¿qué significa ser Iglesia en salida?
R.- Ser Iglesia en salida supone ponerse en movimiento, salir de tu propia realidad y de tu zona de confort. Unas veces implicará cambio de mirada y, otras, cambio de perspectiva para encontrarse con el otro, salir de tus espacios y lugares conocidos para moverte en otras claves. En resumen, entrar en diálogo con el ‘diferente’.
Implica ser hospital de campaña, que “sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”. Primerear, acompañar, buscar y encaminar por encima de dogmas, teorías, ideologías…
Es la Iglesia que pone en medio al empobrecido para vivir la revolución de la ternura, el cuidado y la misericordia. Es Iglesia que se compromete y que actúa más allá del miedo o el inmovilismo.
Esta Iglesia, está presente en Colombia. La realidad migratoria de Venezuela es un drama que ha desestabilizado el equilibrio emocional y económico de los ciudadanos colombianos, sobre todo en las ciudades fronterizas. La Iglesia ha sabido salir al encuentro de las familias que recorren multitud de kilómetros a las orillas de las carreteras y caminos.
En Cúcuta hemos vivido la solidaridad y la acogida, una Iglesia que primerea con los desplazados, no solamente orando por ellos, sino habilitando albergues y facilitando medicinas y comida en las fronteras donde viven hacinadas multitudes de personas en busca de esperanza y oportunidades.
En la mirada de las familias venezolanas que caminan sin rumbo, rodeadas de niños de todas las edades, llevando a sus espaldas lo que les queda de sus pertenencias, se lee la tristeza y la impotencia, la falta de esperanza y de horizonte, la tragedia de haber perdido toda una vida construida. Devolverles una mirada de acogida, amor, comprensión y saber estar y acompañar, se hace urgente para que sientan que no han perdido la dignidad y las posibilidades de encontrar un hogar para vivir y volver a ser felices.