África

Apoteosis franciscana en África





No resulta nada fácil, en un viaje que ha durado seis días y medio, escoger sus momentos culminantes. Es lo que me sucede al valorar el que acaba de realizar Francisco a Mozambique, Madagascar e Isla Mauricio. Si hiciéramos un test entre los 67 periodistas que le hemos acompañado en su avión, los resultados no serían unánimes, como ya pude comprobar en el vuelo de regreso a Roma desde Antananarivo. Consciente del riesgo de subjetividad, considero que la misa en el Estadio de Zimpeto, en Maputo, la visita a la Ciudad de la Amistad del sacerdote argentino Pedro Opeka y la grandiosa eucaristía en el Parque Soamandrakizay, de la capital malgache, constituyen los tres hitos de este 31º viaje apostólico de Bergoglio; el cuarto a África.

En su rueda de prensa en el avión de vuelta, el Papa destacó dos aspectos que le habían impresionado en los tres países: la capacidad de diálogo y de unidad interreligiosa, que es una señal de madurez; y, al mismo tiempo, constatar que el pueblo estaba en las calles porque quería compartir la alegría. Un pueblo con conciencia de su identidad y de su libertad recientemente conquistada.

Para llegar el viernes 6 de septiembre al Estadio Nacional de Zimpeto tuvimos que recorrer los 20 kilómetros de barrizales y míseras chabolas que le separan de la capital de Mozambique, Maputo. Poco antes de las diez de la mañana, cuando el Santo Padre  hizo su entrada en el estadio; el delirio llegó a su apoteosis y, a medida que el papamóvil, lentamente, recorría la pista central, las gradas se encendían con el estallido de los teléfonos móviles. Todos querían recoger la escena, los saludos y bendiciones del Papa, cuyo rostro descubría su emoción, casi al borde las lágrimas.

Reconciliación

En su homilía, leída en un portugués casi perfecto y seguida con un silencio absoluto, Francisco subrayó el tema de la reconciliación. “Es difícil –dijo– hablar de reconciliación cuando las heridas causadas en tantos años de desencuentros están todavía frescas o invitar a dar ese paso del perdón, que no significa ignorar el dolor o pedir que se pierdan la memoria o los ideales. (…) Ninguna familia, ningún grupo de vecinos o una etnia, menos un país, tiene futuro si el motor que los une, convoca y tapa las diferencias es la venganza y el odio. (…) La equidad de la violencia siempre es una espiral sin salida y su coste es muy alto. Otro camino es posible porque es crucial no olvidar que nuestros pueblos tienen derecho a la paz. Vosotros tenéis derecho a la paz”.

El domingo 7 de septiembre, ya en Madagascar, el Papa celebró la misa en el campo de Soamandrakizay, un antiguo viñedo no lejano del centro de la ciudad y comprado por la Diócesis de Antananarivo para acoger a los fieles en las celebraciones presididas por el Papa. Cinco meses han durado los trabajos de acondicionamiento, supervisados personalmente por el presidente de la República, Andry Rajoelina, y en cuyos costes participó, entre otras entidades, la Comunidad Musulmana de Madagascar. Finalizados los trabajos, las 30 hectáreas quedaron convertidas en un inmenso arenal abierto a los cuatro vientos.

Nos llamó la atención la organización de voluntarios que se ocupaban de colocar a los fieles; eran más de mil y algunos de ellos eran musulmanes. Según nos comentó Gustavo Bombín, el vallisoletano obispo de Maintirano, “no pocos de los que participaron en la eucaristía no eran católicos, sino también cristianos de otras confesiones e incluso musulmanes, que representan el 7% de la población”.

La homilía papal comenzó evocando, como no podía ser menos, “las multitudes que se agrupaban a lo largo del camino de Jesús”, puesto que tenía delante de sí al mayor grupo humano congregado por este Papa en África. Seguidamente, les invitó a mirarse entorno: “¿Cuántos  hombres y mujeres, jóvenes y niños, sufren y están totalmente privados de todo? Esto no pertenece al plan de Dios. Qué urgente es esta invitación de Jesús a que mueran nuestros encierros, nuestros individualismos orgullosos, para dejar que el espíritu de hermandad triunfe y cada uno pueda sentirse amado porque es comprendido, aceptado y valorado en su dignidad”.

Ciudad de la Amistad

Muy atento a la homilía estuvo el presidente Rajoelina. Junto a su esposa, Mialy Razakandisa, la prestigiosa pareja parece decidida a conseguir que su país dé el salto definitivo para abandonar su endémica pobreza.

Ejemplo de que esto es posible lo pudo constatar el Papa esa misma tarde, cuando visitó en Akamasoa la Ciudad de la Amistad. Esta es una muy original experiencia evangelizadora puesta en marcha en 1989 como consecuencia de la visita de Karol Wojtyla. Su fundador es el misionero argentino Pedro Opeka, que se había instalado en Madagascar en 1970.

Su idea se fraguó contemplando la espantosa montaña de basura de la capital, donde, cada día, miles de personas escarbaban con la esperanza de encontrar algo que pudieran vender o, en el mejor de los casos, comer. A estos míseros desgraciados les propuso un salario si aceptaban trabajar en la cantera de granito vecina al vertedero, de manera que pudieran iniciar una vida digna. Poco a poco, la idea se hizo paso y hoy son 25.000 las personas que se benefician de este proyecto y que viven en la “ciudad” construida por ellos mismos. Porque, además, la Ciudad de la Amistad se ha hecho cargo de otra cantera de piedra en la que trabajan 700 personas y de numerosos talleres de carpintería donde se fabrican y venden muebles, camas y ventanas.

La biografía del padre Pedro, como aquí todos le conocen, es apasionante. Nacido en Eslovenia, sus padres se vieron obligados, ante la persecución por ser católicos, a exiliarse, primero en Italia y después en Buenos Aires; en la capital argentina tuvo como profesor a Bergoglio, pero ambos reconocen que no fue un buen estudiante, atraído por otros intereses. Fue ordenado sacerdote en 1968 y, poco después, fue enviado por sus superiores a Madagascar. Hoy luce una espléndida cabellera blanca y tiene ese aura y un comportamiento humilde que rememora al de Madre Teresa de Calcuta o el del abbé Pierre.

Acogió al Papa en la puerta de la ciudad, acompañado de un grupo de niños que se agarraban a sus manos y acompañaron dando saltos de alegría a su huésped al auditorio, preparado para esta especial circunstancia, donde le esperaban 8.000 jóvenes. “Esta tarde sois numerosos en el corazón de esta Ciudad de la Amistad –les dijo el Papa– que habéis construido con vuestras manos y que, no lo dudo, seguiréis construyendo para que muchas familias puedan vivir dignamente. Al ver vuestros rostros radiantes, doy gracias al Señor, que ha escuchado el clamor de los pobres y que ha manifestado su amor con signos concretos, como la creación de este pueblo”.

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