Cinco meses después de firmar Amoris laetitia y apenas diez de la clausura del Sínodo para la Familia, el 15 de agosto de 2016 el papa Francisco dio un paso fundamental en su apuesta por una renovada pastoral familiar: nombrar a los nuevos responsables del Pontificio Instituto Juan Pablo II para la Familia. El nuevo gran canciller sería Vincenzo Paglia, también presidente de la Pontificia Academia para la Vida, en tanto que el teólogo Pierangelo Sequeri era designado presidente de la institución académica.
Jorge Mario Bergoglio seguía así los mismos pasos que había dado 35 años antes Karol Wojtyla, también después de haber presidido en 1980 un Sínodo para las familias cristianas, con la consiguiente exhortación postsinodal en 1981, Familiaris consortio, con la que sentaba las bases del magisterio sobre la familia del Papa polaco.
Ahora, como fundamentó en el motu proprio de 2017 Summa familia cura, por el que erigía el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias de la Familia y el Matrimonio, el Papa “no trataba de reformar el Instituto, sino de extinguir el que existía y erigir uno nuevo, pidiendo conservar la intuición originaria de Juan Pablo II: la de dedicarse a la familia, pero ahora con un añadido teológico y con aportación de las ciencias humanas”, reconocen desde Roma a esta revista.
En marzo de 2018, el borrador de estatutos del nuevo Instituto recibió el visto bueno de la Congregación para la Educación Católica. Todo está a punto. Pero las nuevas autoridades académicas deciden compartir el borrador con los consejos de cada sección (en los países en donde está asentado) y con el internacional, a pesar de que estos no tienen competencias para poder modificarlos. “Sin embargo, Paglia y Sequeri insisten en sentarse con todos, también con los profesores, para recibir sus aportaciones”, señala la misma fuente, sorprendida por las acusaciones vertidas por quienes aseguran que el nuevo centro es una imposición que se ha hecho sin diálogo.
Sin embargo es en el tema de los profesores en donde dan más la batalla. El casus belli está en la sede de Roma, donde, de las 12 cátedras existentes, solo dos titulares del antiguo instituto no son llamados. Se trata del antiguo presidente del Instituto para la Familia, Livio Melina, y del profesor José Noriega. En el primer caso, porque desaparece la cátedra de Teología Moral Fundamental (aunque no desaparece la Moral del plan de estudios); y en el segundo, por incompatibilidad (cuestión esta ya recogida en los estatutos del extinto instituto) al ser superior general de una congregación, la de los Discípulos de los Corazones de Jesús y María, fundada en 1987.
Esta decisión desencadena una inmediata reacción en la prensa, en donde se habla de “purga” y con profesores y alumnos exigiendo la “renovación” de todo el claustro. “No es cierto que se haya despedido a 45 profesores”. No se ha echado a nadie a la calle. Ahora empieza un nuevo instituto con una estructura nueva, donde ya no hay una cátedra de Moral Fundamental y, por tanto, no se necesita a un catedrático para esa disciplina.
“Al final es una cuestión de economía básica. Y aunque no era un tema económico, pues el Instituto está respaldado por la Santa Sede, el curso comenzaba con un millón y medio de euros en pérdidas y viendo cómo encajar a 45 profesores para 60 alumnos. Había algún diploma que tenía 19 alumnos y 40 profesores, y en algunos casos, el título que se ofertaba no tenía ni valor canónico ni civil. ¿Qué se hace frente a eso?”.
“Nos acusan de que el nuevo Instituto ha suprimido la democracia interna –lamentan las fuentes–. Al contrario, se ha empezado a democratizar. Por ejemplo, hemos creado una asamblea de profesores, donde están todos ellos, y con derecho a proponer cursos y quién los impartirá. El Instituto que se cerró era una institución que, fundamentalmente, dependía de una sola persona. Pero el nuevo responde a una reestructuración jurídica y académica muy meditada y adaptada a los tiempos actuales”.