El padre Mario Bartolini es uno de esos misioneros de raza cuya historia está hecha a base de entrega a los más pobres y denuncia de las vergüenzas de los más poderosos. Estuvo a punto de ser expulsado de Perú (donde lleva más de cuatro décadas) por acusar al que fuera su presidente Alan García de estar detrás de una matanza de campesinos y, con tal de quedarse junto a aquella gente, no se pensó en escribirle una carta de perdón, petición expresa que el malogrado político le había exigido para no enviarle de vuelta a su país natal, Italia, con su congregación pasionista.
Su “hoja de servicios” misionera da cuenta también de detenciones, juicios y posterior absolución de la acusación de rebelión por acompañar las acciones de protesta de la comunidades indígenas que, desde hace años, luchan contra la deforestación del Amazonas, pero también de una amenaza de muerte que había que tomarse muy enserio porque venía nada más y nada menos que del grupo terrorista Túpac Amaru, cuyos desmanes y delirios denunciaba desde sus homilías en la radio, allá en los años 80 y 90 del siglo pasado.
Finalmente fue este hombre afable y apasionado por las causas que defiende, con un acento italiano que no ha conseguido dejar del todo atrás, quien logró que los terroristas se marcharan mientras él permanecía dando testimonio junto a los últimos en los lugares más recónditos del país andino, como es la Amazonía peruana, en el Vicariato Apostólico de Yurimaguas, en donde era amigo del obispo español José Luis Astigarraga.
La convocatoria por parte del papa Francisco del Sínodo Panamazónico le pilló, como a tantos otros, por sorpresa. No lo era, sin embargo, su trabajo pastoral a favor de la misma ecología integral que luego vio plasmada en la encíclica Laudato si’, lo que le ha valido participar –y ser una voz muy escuchada– en los trabajos del presínodo, aportando su saber, experiencia y tesón, que es mucho.
El padre Mario, como le llaman en aquel confín del planeta sobre el que ahora la Iglesia ha puesto su mirada de madre, cree que este Sínodo “es algo fundamental para el cambio en la visión sobre la labor que la Iglesia hace en estas tierras”, una visión muy alejada, añade, de lo que puede ser “la de la Iglesia limeña, la de las grandes ciudades”, como le contó a Vida Nueva.
“En el Amazonas, los obispos de la selva siempre han tenido como característica la defensa, en primer lugar, de los indígenas, porque defender al indígena es defender la naturaleza”, añade para mostrar ese elemento diferenciador, y que ahora percibe que, con el Papa, esa preocupación, que antes lo era tan solo para “la Iglesia misionera”, ahora sin embargo “ha sido universalizada con esta asamblea sinodal, cuya base está en que no se puede separar al hombre de la naturaleza”.
“Solo la Iglesia y algunas ONG apoyan en la actualidad a las comunidades indígenas que viven en estas tierras”, señala el religioso. No es nada nuevo para él. Lo ha vivido antes. El Gobierno, denuncia, es cómplice de la entrega de tierras a las grandes empresas y de la degradación medioambiental que acarrean, “porque falsamente piensa que pueden generar desarrollo en el país, cuando esto, en realidad es falso al mil por ciento”.
“Nosotros vemos que, dónde actúan estas empresas, ahí existe más pobreza, más desigualad social, contaminación del agua, del aire y del suelo. Y lo que es peor aún: ante esta contaminación, reconocida por entidades del Estado, ni la empresas ni el Gobierno hace nada para solucionar ese daño ecológico”, denuncia con el ardor combativo de siempre, el de la estirpe de los insobornables.