La hermana Evangelina Panero es una de esas mujeres que, en silencio, construyen algo completamente nuevo. Su congregación, las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, centra su carisma en la atención a las mujeres en contextos de prostitución y víctimas de trata para la explotación sexual: dos hilos de una realidad en la que se entremezclan la pobreza, la exclusión o, incluso, los conflictos.
Así, con el deseo de dar la oportunidad a las mujeres de tener la vida que ellas decidan, Evangelina salió en el año 1953 hacia la misión. Hoy, desde la casa madre de la congregación en Ciempozuelos, donde ayuda a las hermanas más mayores a desplazarse en coche. “Primero estuve en Montevideo, donde teníamos un grupo de chicas internas a quienes acompañábamos, dábamos un hogar y estudios para que pudieran tener opciones”, explica.
A Argentina llegó en 1972, con 38 años, a la ciudad de Ramos Mejía. Pero fue en 1976 cuando se sintió “más misionera que nunca”, en la Patagonia, a 1200 kilómetros de Buenos Aires. “Fue allí donde mi vida religiosa, para mí, toma más sentido, porque fue maravilloso lo que construimos”, apunta.
“Teníamos un grupo de 30 adolescentes que venían de familias desestructuradas, con padres alcohólicos y otras situaciones difíciles. Venía una maestra y les daba clase”, dice, ya que hasta hace unos años la congregación se también hacía labores de prevención en contextos en los que fuera necesario. “Estábamos en una finca que nos habían donado unos señores muy mayores, que tenía una casita y una ermita, la ermita de Nuetra Señora de las Angustias. Alrededor construimos casas prefabricadas para que pudiesen estar las chicas”, añade.
“Era gente muy pobre, muy humilde, y fue una experiencia maravillosa, pero lo más bonito fue que alrededor de la ermita aparecieron unas 30 o 40 familias que venían de Chile a recoger fruta”, señala. En la zona en la que se encontraban, alejadas de cualquier núcleo de población, había 150 kilómetros de árboles frutales en los que se necesitaba mano de obra. “Venían chilenos a trabajar y traían a sus familias. Se hacían una casita con cartones y plásticos y ahí vivían, con la ermita como centro”, explica Evangelina.
Ante esa realidad las hermanas acudieron al párroco, “porque no había absolutamente nada, no pasaban autobuses y la tienda para comprar el pan más cercana estaba a 4 kilómetros, y había que hacerlo andando”. Fue el sacerdote quien puso a su disposición una camioneta. “Nosotras llevábamos a la gente según necesitaban, sobre todo al hospital cuando había algún enfermo o algún parto”, dice.
Pero la situación no podía mantenerse por demasiado tiempo, ya que las casas en las que vivían los vecinos den nuevo barrio que se había creado alrededor de la ermita de las oblatas no tenían las condiciones necesarias. “Fuimos a Gobernación para que hicieran un barrio en condiciones”, afirma. Y lo consiguieron, aunque con la condición de que, aunque los materiales los daba el gobierno, las casas las “tenían que hacer los propios vecinos, lo cual era estupendo porque fuera de la temporada de la fruta no tenían trabajo”. Así se hizo. Pusieron después policía, una escuela, y un ambulatorio “que primero estuvo en nuestra casa porque había muchos niños”.
De toda esta experiencia Evangelina destaca el sentimiento de comunidad creado tanto con los vecinos como con las otras comunidades religiosas que había en la zona, la mayoría femeninas. “Teníamos mucho trato con las salesianas, aunque todas estábamos muy centradas en lo social y muy integradas”, indica, subrayando que “incluso el obispo de aquel momento estuvo perseguido por la dictadura por la implicación que tenía con los pobres, incluso tuvo que salir de allí”.
“En nuestra casa recibíamos a catequistas, a los grupos de las parroquias… y de ahí salieron dos oblatas. En Navidad y ocasiones especiales nos juntábamos siempre, tanto entre religiosos como con la gente del barrio”, dice, incluso a pesar de que “en aquella época había muchos problemas entre Chile y Buenos Aires, y claro, todos los del barrio eran chilenos. Pero teníamos que esconderles en casa muchas veces porque si los encontraban, los deportaban”.
“Fue la época más feliz de mi vida. La misión es algo que hay que experimentar, porque Dios está actuando en todo momento, guiando tus pasos”, subraya. “La misión se hace en todas partes, pero cuando sales a lugares donde hay gente tan sencilla te das cuenta de que viven con una fe que es extraordinaria”.
Evangelina, a pesar de la edad, sigue activa, viviendo la misión cada día y atenta a momentos como el que vive ahora mismo la Iglesia con el Sínodo por la Amazonía y el Mes Misionero Extraordinario. “Cuando me enteré de que se iba a celebrar fue tal la alegría que me dio que estoy pendiente constantemente de lo que sale de allá”, dice. “El Papa es una verdadera bendición de Dios. Es extraordinario, porque para todos los problemas del mundo tiene tiempo”, añade.
“Ese deseo de impulsar las misiones para mí es importantísimo, porque en la vida religiosa somos menos, no es como antes… Pero el espíritu misionero lo podemos tener todas, incluso mayores como yo. Estemos donde estemos, podemos aportar mucho a la misión, con nuestra oración pero, sobre todo, concienciando a la gente de que España es una cosa y la misión, a nivel social, es otra”.