“Fue un pulso entre Dios y yo… y lo ganó Él”. Ramón Lázaro Esnaola (Zaragoza, 1967) barruntaba que aquello que bullía en su interior tenía que ver con una opción de vida que no era la habitual. Tenía 22 años cuando dio el salto definitivo. “Fueron más o menos cuatro años de discernimiento. Yo había previsto otras cosas para mi vida: irme como laico misionero de la Consolata a algún país del Sur y trabajar por un mundo mejor, por un Reinado de Dios más visible. Pero a través de la oración, del acompañamiento personal y del darme cuenta de la situación de nuestro mundo, me sentí llamado a una opción más definitiva, más fundamental y decidí vivir para siempre en función de la Misión. Me sentí enviado”.
En 1989 empezó la formación con los Misioneros de la Consolata. En 1997, Elías Yanes lo ordenó en La Magdalena de Zaragoza. “Hasta enero de 2001 estuve trabajando en el barrio de Tetuán de Madrid con personas inmigrantes, con jóvenes y en la formación de base. Luego me enviaron a Costa de Marfil a empezar una nueva misión en el norte del país donde me quedé hasta julio de 2008, fecha en la que llegué a Kinshasa, en la República Democrática del Congo, para trabajar en el Teologado de los Misioneros de la Consolata hasta febrero 2012. Después regresé a Costa de Marfil, y estuve dos años al frente de dos Centros de Salud. Desde 2014 hasta ahora he vivido en el sur del país, en San Pedro, en el acompañamiento de misioneros, niños, jóvenes y familias, trabajando a nivel de barrio”.
México: un nuevo desafío
Ahora, después de casi dos décadas de estancia en África, en el horizonte hay un nuevo destino: México. “Sí que me cuesta volver a empezar porque yo ya me había hecho ‘marfileño’. Allí me sentí como en mi casa. Y ahora la misión me presenta un nuevo desafío, un nuevo continente, un nuevo país, unas nuevas culturas… Pero lo vivo con muchas confianza en Dios. Siempre me ha ido mostrando ‘mi lugar en el mundo’ allí donde me ha enviado, así que vivo este nuevo destino con confianza y esperanza”.
“Yo, ciertamente, he recibido mucho más de lo que he dado”, responde Lázaro sobre el tópico de que quienes van a la misión reciben más de lo que brindan. “Hubo un tiempo, entre 2002 y 2008, en el que me tocó vivir la guerra civil en el territorio que controlaban los rebeldes. En ese momento no teníamos coche, no teníamos dinero, dependíamos completamente de la gente. Ellos nos protegieron. Y, luego, también es cierto que yo he recibido mucho cariño y agradecimiento. Yo he vivido el ser misionero con sencillez y alegría. Y ese estilo de vida ha hecho que estableciéramos relaciones de amistad, no solo relaciones pastorales”.
Una perla preciosa
“Cuando te das cuenta de lo significativo que eres para las personas de allí, caes en la cuenta de que ha merecido la pena partir y dejar atrás tantas cosas queridas. Cuando vives la vida con pasión, porque te importa la vida de los que están a tu lado. Yo he vivido con intensidad todo lo que Dios me ha dado en Costa de Marfil y en el Congo. No pensaba en lo que había dejado. La perla que había encontrado era demasiado preciosa y valía la pena venderlo todo”, señala.
¿Cómo le ha cambiado la misión? Lo tiene claro el misionero aragonés: “Yo ahora soy mucho más paciente que antes, soy menos impulsivo, he aprendido a leer la realidad en profundidad, a gestionar los conflictos con una cierta ‘sabiduría marfileña’, aprendiendo a escuchar, a callarme y a hablar en el momento oportuno. He crecido en la fe en el Espíritu Santo. Muchas personas me han mostrado que la fe es esencial a la vida del cristiano y que la fe te mantiene firme en situaciones extremas”.
En este sentido, tiene muy claro después de estas tres décadas de experiencia que el misionero de hoy ha de tener una serie de actitudes evangélicas: “Aprender, escuchar, comprender. Y, sobre todo, tiene que darse a fondo perdido, sin pensar en la fecha de retorno, vivir allí, lo que vive la gente, con coherencia y sencillez. Es lo que dijo la Conferencia de Aparecida en 2007: ‘Discípulos misioneros’”.