Todos los días leemos en el periódico que las mujeres trabajadoras dejan a sus hijos al cuidado de sus abuelos. Esta es la historia de mi vida. Mi madre se quedó viuda muy joven y se casó con un francés que vivía en Lille y no estaba muy interesado en llevarse niños –tengo un hermano– ajenos a su casa. Mi progenitora, para calmar su conciencia, se construyó una historia que acabó creyéndose: defendía que no convenía trasladar a sus hijos a Francia pues no conocíamos el idioma, lo que nos dificultaría avanzar en los estudios. Era mejor que nos quedáramos en casa de su madre, Margarita, mi abuela, donde no sufriríamos ningún cambio. (…)
A lo largo de los años había desarrollado la costumbre de narrar cuentos a sus nietos, algo que hacía maravillosamente. Se le daba bien la palabra, ya que había trabajado de corresponsal en una radio. Al principio, cuando éramos pequeños, su repertorio eran los clásicos: ‘Caperucita’, ‘Blancanieves’, ‘Los tres cerditos’… Pero a medida que crecíamos se los inventaba, y estos últimos eran mucho mejores que los de toda la vida. (…)
La historia a la que se agarró ese jueves, y que iba a desarrollar a lo largo de unas cuantas semanas, pues era un tema largo, aparecía en una revista que tenía encima de la mesa y que hablaba del aniversario de un concilio. El Concilio Vaticano II.
El matrimonio Álvarez Icaza alquiló un apartamento grande en la vía de la Croce, esquina a la vía Boca del León. Tenían hijos, pero solo llevaron a las dos pequeñas a Italia. Su hogar se convirtió en una casa familiar para muchos padres conciliares. El arzobispo mexicano Miguel Darío Miranda les pidió que cocinaran para su cumpleaños un faisán, un teólogo americano llegó con la camisa rota y les suplicó que se la cosieran… Calcularon que en los 100 días que estuvieron alojados en Roma pasaron por su apartamento un tercio de los padres conciliares, de forma que, poco a poco, consiguieron que se fueran interesando por la vida de las familias en el mundo. El matrimonio trajo a la ciudad 40.000 respuestas a un cuestionario que habían hecho a los miembros de su asociación. Las religiosas, por su parte, se fueron instalando en sus conventos.
A las auditoras les dieron una identificación que debían presentar en la plaza de San Pedro y en la tribuna que les había sido asignada, para evitar que se colara nadie. El carné de identidad conciliar les proporcionaba algunos privilegios, como la reducción del 50% en el transporte público, comida, bebida, cigarrillos y licores a un precio reducido. Y para los que tuvieran coche, gasolina por debajo de su precio. Pero más importante que todo esto es que se las autorizaba, como habían hecho en la sesión anterior con los auditores varones, a recibir la eucaristía en la basílica de san Pedro (…).
También se las invitó a participar en todas las comisiones “que tuvieran importancia para ellas”. Sin necesidad de ponerse de acuerdo, pensaron que no había nada en la Iglesia que no las concerniera, por lo que estaban dispuestas a personarse en todo lo que pudieran, incluso repartiendo su presencia. (…)
Algún obispo que las vio sentadas en la tribuna comentó con sorna que pensaba haber encontrado un puesto seguro alejado de las mujeres en San Pedro, pero que ahora el templo había dejado de serlo. (…) Como también se las veía por los pasillos, en uno de los encuentros que tuvo con ellas el padre Henry de Lubac, regaló a sus colegas una frase: “Mon Dieu, les dames”, “Dios mío, las mujeres”, una gracia que posiblemente rieron sus acompañantes.