Grecia e Israel venden tacos en su negocio en una de las zonas más violentas de México, felices desde que son marido y mujer. Tienen al pequeño Roberto y esperan otro niño. En el octavo mes de embarazo y detrás está la crueldad de los cárteles de los narcos, cinco disparos llegan mortalmente a Israel cambiando el curso a su vida. Con la barriga propia del embarazo contra el volante y sin ayuda de nadie, Grecia lleva el cuerpo del marido al hospital, pero enseguida se da cuenta de que sus hijos crecerán sin padre. Uno de ellos conocerá solamente el sonido de su voz.
A la peruana Yolanda la violan el bien más precioso que posee: la hija Mariela, que tiene once años y síndrome de Down, es violada en un vertedero por un desconocido de apenas catorce años. Después está Maria Victoria, deportada en 1975 con los cinco hijos por el régimen comunista a ochenta kilómetros de Saigon, su ciudad de origen, en una gran prisión vietnamita a cielo abierto; y también la africana Esha que de niña sufre la mutilación genital en un pozo de indiferencia y humillación.
Historias valientes
Detrás de cada una de estas y otras mujeres, contadas por Valentina Alazraki y Luigi Ginami en su libro ‘Grecia y las otras’ (San Paolo, 2019), hay una historia de valentía y dignidad. Desfiguradas en el alma, heridas y maltratadas en los rincones violentos y remotos del mundo, representan un ejemplo de fuerza simplemente porque querían sobrevivir. Nunca se han perdido, nunca han vacilado, nunca han gritado “no” a la vida. A través de sus voces demuestran que la noche más oscura del alma puede convertirse en un verano invencible, en fe, en una ocasión de salvación.
Desde América Latina hasta Vietnam, pasando por países donde la cultura no es una cuestión de exclusiva de enciclopedia, hay cicatrices que hablan y tienen un nombre. Cicatrices que dan testimonio de las muchas resurrecciones de mujeres, cuyo significado escapa a los datos amorfos, silenciosos y vacíos de las estadísticas.
Los números no saben que hoy Grecia tiene veintiséis años, vive con sus dos hijos –Roberto y su segundo hijo Israel, como su padre– y guarda las fotos que le tomó a su esposo la noche en que lo mataron. En la instantánea, Israel tiene la intención de cocinar dentro de la taquería: son momentos de despreocupación, son los últimos recuerdos felices de una mujer valiente.