El 10 de noviembre es una fecha históricamente asociada a la libertad. Ese día, en 1810, las Cortes de Cádiz consagraron la libertad de imprenta en nuestro país (casi cuatro siglos después de su invención por Gutenberg). Mucho después, en 1989, cayó el Muro de Berlín y dos mundo hasta entonces antitéticos, aunque tan próximos, iniciaron su abrazo.
Este domingo, bautizado ya como 10-N, los españoles acudimos a las urnas para elegir al nuevo Gobierno por cuarta vez en cuatro años. Puesto que la misión adquiere el carácter de hercúlea, no está de más acudir a la memoria de los papas que cerraron los ojos para siempre un 10 de noviembre: así, nos encontramos con León I, Celestino IV y Pablo III.
León I fue un gigante de la Iglesia de su tiempo, lo que le ha valido pasar a la Historia con el calificativo de ‘El Magno’. Elegido en el año 440, combatió varios brotes heréticos, como el pelagianismo, el maniqueísmo o el priscilianismo. En 451, a través del Concilio de Calcedonia, impuso que la Iglesia proclamara la humanidad de Cristo al mismo nivel que su divinidad.
Al año siguiente, medió ante el mismísimo Atila, rey de los hunos, para que no saqueara Roma. En 455 no consiguió lo mismo con vándalos de Genserico, pero este pueblo bárbaro sí aceptó no incendiar la ciudad y no llevar a cabo una matanza. Muerto en 461, fue canonizado un milenio más tarde, en 1574, siendo recordado hasta hoy como un modelo de fe en medio de las más complejas y dolorosas crisis.
Si León I fue ‘El Magno’, a Celestino IV no se le puede catalogar sino como ‘El Breve’, pues su pontificado apenas alcanzó los 17 días. Eso sí, tuvo un innegable eco histórico. Desarrollada la elección papal en pleno sitio de Roma por el emperador Federico II, los únicos diez cardenales reunidos no llegaban a un acuerdo necesario para elegir al nuevo pontífice. Tras nueve días de tensa espera, el senador romano Matteo Rosso Orsini los encerró con llave (‘cum clavis’, surgiendo de ahí la denominación de cónclave)…
Finalmente, ¡dos meses después!, el elegido fue Godofredo Castiglioni, quien apenas tuvo tiempo de excomulgar a Matteo Rosso Orsini, falleciendo apenas a las dos semanas de su elección. Y es que las condiciones del encierro habían sido tan duras que murieron en pleno cónclave dos cardenales, quedando solo ocho. Fueron tan dramáticas las circunstancias que los cardenales supervivientes huyeron de Roma y no volvieron a reunirse en cónclave hasta dos años después, eligiendo a Inocencio IV.
Paulo III, Alejandro Farnesio, sí fue uno de los papas que más selló dejó en la Historia de la Iglesia, extendiéndose su pontificado de 1534 a 1549. Hijo de su época, tuvo hijos y nietos, favoreciendo a todos ellos con cargos dentro y fuera de la Iglesia. A nivel político-religioso, defendió la dignidad y derechos de los “indios” de América, prohibiendo que fueran esclavizados. También fue clave en el nacimiento de la Compañía de Jesús y en el nuevo empuje de la Inquisición, elaborando el primer Índice de libros prohibidos.
A nivel estrictamente espiritual, él convocó el Concilio de Trento, para hacer frente a la Reforma Protestante y que, a la postre, significaría un antes y un después en la propia Iglesia, alumbrándose lo que ha pasado a la Historia como Contrarreforma.
A nivel de diálogo con la ciencia y la cultura de su tiempo, para el recuerdo queda que Copérnico le dedicó a Paulo III un libro con sus teorías sobre el Universo y que, bajo su pontificado, Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina del Vaticano.
Un coetáneo de Farnesio fue el monje alemán Martín Lutero, iniciador de la citada Reforma y quien nació, significativamente, un 10 de noviembre de 1483. Como los tres papas que protagonizan este escrito, es innegable que su peso en la Historia es mayúsculo. Sin olvidar que, también como a ellos tres, le tocó acometer obras casi sobrehumanas en circunstancias difíciles.
¿Qué se le puede pedir a los candidatos que mañana concurren a las urnas para pedir a los españoles su confianza de cara a la conformación de un futuro Gobierno? Al menos, que valoren que las actuales circunstancias, aunque lo parezcan, no son tan apocalípticas como las aquí recordadas. Por tanto, una salida justa no debería ser una utopía. Se lo pedimos a León I, Celestino IV y a Pablo III. Y a Martín Lutero, claro.