Este sábado 16 de noviembre se cumplen 30 años del asesinato en San Salvador de Ignacio Ellacuría y los llamados mártires de la UCA. Ese 16 de noviembre de 1989, cuando la guerra civil que asolaba a El Salvador ya llevaba cumplidos nueve años y aún quedaban otros tres para que finalizara, una treintena de ultraderechistas del batallón Atlacatl se adentraron en el campus de la Universidad Centroamericana José Siméon Cañas y asesinaron cruelmente al rector, a cinco compañeros jesuitas (los españoles Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno y Amando López, y el salvadoreño Joaquín López y López) y a dos colaboradoras, madre e hija, las salvadoreñas Elba Ramos y Celina Ramos.
Siempre quedó la sospecha de si el asesinato había seguido instigado por el propio presidente del Gobierno, Alfredo Cristiani. Se confirme algún día o no, de lo que no cabe duda es de que Ignacio Ellacuría, el jesuita vasco que se había convertido en el símbolo de la apuesta por la democracia desde la UCA, fue asesinado por la misma razón que Rutilio Grande, en 1977; y que el obispo Óscar Romero, en 1980, mientras celebraba la eucaristía: por encarnarse de todo corazón en el sufriente pueblo salvadoreño a través del testimonio libre y de una palabra profética y audaz. Incómoda para muchos, en el ámbito político, social, cultural… y religioso.
Posiblemente, el gesto que lo cambió todo para Ellacuría, referente de la teología de la liberación en América Latina en los años 70 y 80 y discípulo aventajado de Karl Rahner y Xabier Zubiri, fue la publicación del editorial titulado ‘A sus órdenes, mi capital’, publicado en 1976 por la revista de Estudios Centroamericanos (ECA) y cuyo autor fue el jesuita español, director de la publicación. Despertó tal malestar en los estratos sociales y económicos más conservadores que el Gobierno salvadoreño, indignado, retiró todo apoyo a la UCA… Algo en el fondo deseado por Ellacuría, quien defendía que la Universidad no debía depender de ningún poder político o eclesial.
Aunque, tristemente, no se trató solo de una retirada del apoyo económico o institucional. Desde entonces, la UCA se vio en el punto de mira de la ultraderecha, que ya alimentaba el fantasma de la guerra civil. El primer aviso fue inmediato: cinco bombas aparecieron en el campus. Lo siguiente, la amenaza directa contra todos los jesuitas… En esos momentos, durante unos meses, el propio Ellacuría tuvo que pasar por la amarga prueba del exilio.
El momento fue de tal gravedad que las amenazas se fueron concretando contra algunos de los referentes de la Iglesia. Así, en 1977 fue asesinado Rutilio Grande y, en 1980, un año después de estallar la contienda, el propio obispo de San Salvador, monseñor Romero. Semillas de martirio que, sin duda, impactaron hondamente a este apasionado seguidor de san Ignacio de Loyola.
Tanto en la revista ECA como en la emisora de radio del Arzobispado de San Salvador, Ellacuría se convirtió en esos tensos años en un referente claro de los valores democráticos. Ya desde 1979 asumía ese papel con todas las consecuencias, como rector de la UCA, la institución más odiada por los sectores más conservadores. Asesinado Romero, desde ese momento se convirtió en la voz de Iglesia más representativa a la hora de ofrecer incansablemente un diálogo real entre el Gobierno y la guerrilla.
Finalmente, la historia de este hombre apasionado, quien llamó hasta el final a “bajar a los crucificados de la cruz” y que escribió libros de una audacia sin cortapisas, como ‘Conversión de la Iglesia al reino de Dios’, se cerró abruptamente un 16 de noviembre de 1989. Justo una semana después de la caída del Muro de Berlín y a los cinco días de la muerte de una paisana suya (ambos nacieron en Portugalete) como Dolores Ibárruri, La Pasionaria.
Otros tiempos, sin duda. Aunque hoy siga siendo igualmente necesaria una palabra rebosante de vida y esperanza como la de Ignacio Ellacuría. En El Salvador y en España. En la sociedad y en la Iglesia.