Matsuki Kamoshita tenía ocho años cuando vivió en primera persona el terremoto, tsunami y desastre nuclear de Fukushima de 2011, que causó unos 20.000 muertos y dejó a más de 300.000 personas sin hogar. Hoy, con 16 años, ha abrazado al Papa convirtiéndose este gesto en una de las imágenes que quedarán para la historia dentro del viaje de Francisco a Japón. Pero, también su denuncia como desplazado que le ha llevado posteriormente a ser víctima de acoso y discriminación en su propio país.
Y es que, la agenda del Papa este lunes en Tokio arrancó con un encuentro con las víctimas del desastre. Ante ellos, Francisco se preguntó en tono más que serio: “¿Qué clase de mundo queremos dejar a los que vendrán?”.
Decisiones egoístas
Horas después de visitar Hiroshima y Nagasaki, Francisco contemplaba los efectos de una tragedia más reciente, por lo que se sumó a “la petición de la abolición de las centrales nucleares por parte de los obispos japoneses”.
“Debemos darnos cuenta de que no podemos tomar decisiones puramente egoístas y que tenemos una gran responsabilidad con las generaciones futuras”, expuso el Papa en el salón de congresos de Tokio, donde hizo especial hincapié en que se redoblen los esfuerzos para dar cobijo a quienes todavía sufren las consecuencias de lo sucedido hace ocho años.
El Papa expresó que aquella ayuda inicial “no puede perderse en el tiempo y desaparecer después del shock inicial, sino que debemos perpetuar y sostener”. “Nadie se ‘reconstruye’ solo, nadie puede volver a empezar solo. Es imprescindible encontrar una mano amiga, una mano hermana, capaz de ayudar a levantar no sólo la ciudad, sino la mirada y la esperanza”, subrayó.