España

Las parroquias de Madrid: el único techo de los refugiados





Hace frío en Madrid. Pese a ello, muchas noches, a las puertas del Samur Social (Servicio Social de Atención Municipal a las Emergencias Sociales), se concentran migrantes y refugiados, niños incluidos, sin nada. Piden ayuda, pero no alcanza a todos. El sistema está desbordado.

Lo acaba de conseguir Ana, que llegó hace 15 días de El Salvador. Desesperada al ver como a diario recibía un “no”, ha decidido sentarse en la puerta y no moverse: “Vine al mediodía del sábado y no me aceptaron hasta las ocho y media de la tarde del domingo… He pasado mucho frío y la noche al raso jamás la olvidaré. Pero, al fin, me mandan a un albergue”.

Emocionada, relata al día siguiente a Vida Nueva lo que acaba de vivir. Lo hace en la parroquia Santa Irene, en el barrio madrileño de Vallecas. Esta es una de las parroquias de la capital que, hace año y medio, dio un paso al frente y se sumó a la invitación del cardenal Carlos Osoro para, coordinados desde la Mesa por la Hospitalidad, abrir las puertas de sus templos y acoger a inmigrantes y refugiados en situaciones de emergencia.

Una sala para ellos

En Santa Irene, Ana ha acudido a despedirse de los voluntarios, del párroco, Javier Ojeda, y de las familias con las que ha convivido una semana. Repartidas en una sala, dos mujeres y tres familias separan con telas las “habitaciones”, con los colchones en el suelo y las mantas que ha dado la gente. Al lado, un grupo de ancianos juega a las cartas y comparte charla con ellos. Un cartel de Bienvenidos preside todo. Un hospital de campaña, como pide el Papa.

En Santa Irene también nos encontramos con Elisabeth, de Venezuela. Está sola, viéndose obligada a dejar a sus hijos en su país: “La mía es una historia triste… Me secuestró y me extorsionó un cuerpo policial, por lo que tuve que escapar a la desesperada. Llegué a Madrid hace cinco días y aquí he vivido lo mejor y lo peor… Lo mejor es que estoy viva, pero lo peor es lo sola que me he sentido, ayudándome muy poca gente. Unos compatriotas me hablaron del Samur, pero allí he pasado frío e indiferencia por quienes me atendieron”.

También vienen de Venezuela Ligia y Josmar, un joven matrimonio que salió de su país en verano y que, desgraciadamente, en Madrid lo ha perdido casi todo… Son un claro ejemplo que desmiente la falacia de que los inmigrantes son “delincuentes, sin formación y que vienen aquí a recibir una subvención”. Ella es licenciada en Administración y él está a punto de concluir Derecho, con experiencia en la Fiscalía.

Nos alquilaron una habitación en Madrid con otros dos venezolanos. Pese a la dificultad de vivir así y sin que nadie les aconsejara sobre cómo iniciar los trámites para regularizar su situación, todo parecía ir más o menos bien… Hasta que el pasado 24 de octubre, un calefactor en mal estado fulminó en apenas unos minutos su habitación, quemada por entero. Lo perdieron todo: ropa, dinero, sus cosas y, lo peor, de todo: su documentación, necesaria para llegar a normalizar su situación.

Cambio radical

Una situación parecida es la que viven otros vecinos de Santa Irene: el matrimonio conformado por Estéfani y Jorge, quienes han venido desde Colombia junto a su hijo de dos años, Lucas, y al hermano pequeño de él, Steven, quien sufre una enfermedad cerebral. Han tenido que abandonar Antioquia por las amenazas recibidas por su compromiso con la restitución de tierras a las comunidades locales por parte de los grandes intereses.

Los momentos más duros llegan “cuando amenazan con separarnos o cuando vemos que podemos llegar a pasar otra noche en la calle. Afuera se pasa mucho miedo, y más cuando tenemos un niño muy pequeño y a Steven, que está enfermo… Tenemos que seguir juntos y conseguir un trabajo, de lo que sea”.

La última familia que nos encontramos en Santa Irene es la que conforman María (nombre ficticio) y sus dos hijas. Esta víctima de la violencia de género cuenta todo su testimonio entre lágrimas… “He llegado de Perú hace mes y medio, huyendo de mi anterior pareja. Me alejó de mi familia y amigos y me torturaba psicológica y físicamente. Se relacionaba con gente criminal y me amenazaba con que haría matar a mis hijas… ”.

Esa misma “paz” es la que experimenta en Santa Irene: “Aquí me regalan ayuda, paciencia, fuerza, consejos… Alimentan mis ganas de seguir y mis hijas están felices: van al colegio y, en la parroquia, juegan con Javier, el párroco, o con los abuelos. Todos son mi familia. En ellos veo el cielo. Me querría quedar aquí para siempre y a veces pido que me pellizquen, para ver si despierto de esta felicidad. Aquí tengo el hogar que nunca he tenido”.

Resurrección

El fiel reflejo de lo que se vive en Santa Irene se encarna en su párroco, Javier Ojeda, un religioso claretiano que actualmente está al servicio de la diócesis y que acumula una gran experiencia misionera en América Latina, pues fue muchos años coordinador de PROCLADE, entidad social de los misioneros claretianos.

Llegó a la parroquia justo cuando la Mesa por la Hospitalidad pidió a todas las comunidades eclesiales acoger a refugiados en situación de emergencia. Invitó a la Mesa a acudir a exponerlo a la gente de la parroquia: “Lo debatimos en el Consejo Pastoral y la respuesta fue afirmativa. La primera vez fue la más complicada, al tener menos experiencia, pero hemos aprendido de esta situación de provisionalidad, que es para ellos y nosotros”.

Así se ha ido horneando una pastoral del cariño, implicándose la gente del barrio: “Otros dan dinero, lo que para ellos es un esfuerzo, pues aquí la gente es humilde y, hace unos años, muchos vivían con lo justo”. Lo mejor de todo son “los muchos detalles de ternura que se ven cada día. Es precioso ver a los abuelos mimar a los niños… Es gente abierta e implicada, sin espacio para la xenofobia. Es un barrio humilde y los más mayores saben lo que es pasar por situaciones tan difíciles como las de estas familias”.

Una parroquia con muy buena gente

De aquí vamos a Nuestra Señora de las Angustias. Los once hombres internos que hay ahora se preparan para cenar. Nos cuenta su historia Mutarr, de Gambia: “Quería tener una buena vida. Lo normal, trabajar y ayudar a mi familia”. Como tantos otros, hace cinco años, salió de casa solo y padeció una dura travesía hasta llegar a España. “Cuando solo me quedaba un billete, encontré a alguien de Sercade, de los capuchinos. Gracias a ellos , hoy estoy en esta parroquia, donde he conocido a muy buena gente. Solo llevo 18 días, pero me ayudan mucho. Tengo un sitio donde dormir mientras busco trabajo y sigo estudiando, preparándome para sacarme la ESO y un curso de limpieza de altura”.

Juan (nombre ficticio) llegó a Madrid el 6 de noviembre. “Desde 2013 –relata–, me persiguen en mi país disidentes de las FARC. He recorrido Colombia refugiándome en todo tiempo de pueblos, pero siempre daban conmigo. A los dos meses de irme, para castigarme, asesinaron a mi padre. Estoy triste y preocupado, pues mi hija y mi madre siguen allí escondidas”.

Vine a España y aquí todo ha sido igualmente difícil. En el Samur me planté toda una noche, durmiendo en la calle. Menos mal que he podido venir a esta parroquia. Todos son muy buenos y se preocupan por mí, por conocer mi historia”.

Desde Venezuela, acaba de llegar Hernán. Como miles de compatriotas, este militar ha venido “huyendo de la dictadura comunista. Participé en las protestas en la calle, pero la oposición nos abandonó y casi nos matan. Tuve que salir como pude, solo”. Tras solo un día en la parroquia, valora cada detalle: “Esto [señala la manzana que come] en mi país no puedo comerlo… Es algo solo permitido para los ricos”.

Y es que, antes de llegar aquí, en Madrid ha pasado por todo tipo de pruebas: “En teoría, venía a casa de un amigo, pero me dejó tirado. He tenido que dormir en la calle, en portales… Alquilé una habitación en un hostal, pero se me acabó todo el dinero”. Afortunadamente, las cosas para Hernán han empezado a cambiar: “En unos días, empiezo a trabajar en un almacén. Le doy las gracias a Dios, es Él quien me dirige”.

A su lado, Ibrahima, de Guinea Conackry, cuenta cómo hace nueve meses huyó de su país en busca de su hermano, que emigró antes a Libia: “Llegué por Malí y Argelia, pero no lo encontré… Había muerto”.

Ibrahima, en colaboración con Amets Arzallus, ha escrito el libro Miñan (Mi hermano), publicado en euskera y donde homenajea a su hermano. Mientras nos lo regala firmado, se muestra al fin sonriente: “Aquí estoy bien: puedo ducharme y dormir tranquilo, junto a buenas personas. Me han rechazado la petición de asilo, pero, en dos meses, termino un curso de mecánico. Mi vida se va encaminando…”.

Familia de voluntarios

A ello contribuyen los voluntarios que, cada noche, acuden a cenar con ellos y a dormir. Como en Santa Irene, dos son los encargados de preparar la comida y otra pareja es la que pernocta en la parroquia, turnándose cada día. Junto al cuadrante se encuentra Luis Valle, coordinador de voluntarios: “En el verano de 2018, la nuestra fue la primera parroquia que aceptó la llamada de Osoro a acoger a refugiados. Este es el cuarto turno. Cada vez que termina uno, valoramos la experiencia. Todos estamos muy contentos y lo vemos como una oportunidad. Es mucha la gente de la parroquia que se interesa y pregunta cuándo será la próxima vez que acojamos”.

Uno de los voluntarios es Antonio López Vilches. Casado y con cuatro hijos, este bibliotecario se ordena en mayo como diácono permanente: “Esta vivencia la siento como parte fundamental de mi vocación. Antes, cuando en el telediario  hablaban de las pateras, sentía pena. Pero ahora ya pongo nombre a esa tragedia y pienso en Mahmadou, en Fabiane… He tocado las heridas que hay en su cuerpo tras subir la valla y he visto su sufrimiento. Ahora, cada vez que lavo los pies en Jueves Santo, entiendo mucho más a Cristo”. Así, considera que “este es un regalo de Dios. Por eso animo a la gente, pues ya nunca más serán indiferentes ante el dolor ajeno”.

Otra voluntaria es Sandra de Andrés: “La primera noche, hace un año, tenía miedo por si estaría a la altura, pero me enganché. Ha sido un antes y un después para entender la migración y, a nivel de fe, es una oportunidad de dar sentido al mensaje de Jesús”. “A nivel de parroquia –concluye–, mucha gente se ha sensibilizado. Lo mismo que las personas ayudadas, que se involucran en nuestro día a día, con cosas como preguntar qué tal va la catequesis o arreglar un fregadero roto. Y también en lo personal, interesándose por nuestra vida. Con muchos de ellos mantengo un vínculo que sigue después de que pasaran por aquí. Todos vemos un sentido que va más allá de la idea de proyecto. Sentimos que esta es una casa de todos”.

Contra el frío y el miedo, la pastoral del corazón.

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