“No me lamentaré por el arduo esfuerzo. No me rendiré ni vacilaré. Dios me ha dado la alegría de tenerte. ¡Él me dará también la de encontrarte!”. Lucy Díaz recita los versos con voz firme. Los ha escrito para darse fuerza en los momentos más oscuros. Ha habido muchos desde ese 28 de junio de 2013 cuando su hijo, Luis Guillermo, 29 años, desapareció, cuando unos desconocidos se lo llevaron de su casa de Veracruz. Desde entonces no se ha sabido nada: el joven ha desaparecido en la nada. Ni vivo ni muerto, como otros cuarenta mil mexicanos. Al menos así lo afirman las cifras oficiales.
Los activistas hablan de cien mil. Las desapariciones son uno de los aspectos más invisibles de la narco-guerra que tiene lugar desde 2006. Un conflicto sucio. En el que no hay un límite claro entre instituciones, de una parte, y grupos criminales, de otra. Estos últimos combaten contra los rivales con el apoyo de “piezas de Estado” previamente infiltrados y capturados. Difícilmente los familiares de las víctimas pueden contar con las autoridades para obtener verdad y justicia.
“Ya después de dos semanas, entendí que no moverían un dedo para encontrar a Luis Guillermo. Si quería tenerlo de nuevo, tenía que buscarlo yo en persona. En el sentido literal de la palabra”, cuenta esta ex profesora universitaria, que ha fundado El Colectivo Solecito, equipo de madres que, para encontrar a los propios hijos desaparecidos, se han transformado en antropólogas forenses autodidactas y “armadas” de pico y pala, excavan en los terrenos abandonados buscando cuerpos e indicios.
Fueron ellas y no las autoridades las que descubrieron el cementerio clandestino más grande de México: en Colinas de Santa Fe, cerca de Veracruz, han desenterrado 298 cráneos y miles de fragmentos óseos: “Todo nació por casualidad. Pocos días después de la desaparición de Luis Guillermo, fui a una manifestación contra la violencia y conocí a otras mujeres en mi misma situación. Empezamos a intercambiar información e ideas”.
El nombre Solecito deriva de la foto de un amanecer que Lucy Díaz eligió para el grupo de WhatsApp con el que estaban en contacto. Entonces eran menos de diez madres, ahora son más de trescientas. Ninguna tenía claro qué hacer y cómo.
Solecito se pone manos a la obra
“Luego ocurrió la tragedia de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, que desaparecieron en Iguala, en Guerrero, el 26 de septiembre de 2014. Ante la inercia de las autoridades, sus familiares habían organizado una investigación independiente. Varios antropólogos forenses que trabajan para defender los derechos humanos se ofrecieron a ayudarlas. Nos dijimos: ¿por qué no podemos hacerlo nosotras también?”, cuenta Lucy. Solecito se dirigió así a Iguala para contactar a los expertos.
“Teníamos que tener al menos lo básico para ponernos manos a la obra. Nos llevó dos años formarnos y comprar herramientas. La mayoría de las madres de Solecito son muy pobres. Para financiar la compra de materiales, inventamos loterías, ventas de dulces y de cosas usadas. Así logramos recaudar cinco mil dólares“.
A principios de 2016, la “Brigada de madres” estaba lista: gracias a las técnicas artesanales aprendidas, habían identificado cuatro puntos posibles para cavar. ¿Cuál elegir? La respuesta llegó en el Día de la Madre cuando, antes de la marcha tradicional, dos hombres se acercaron a Lucy, le pusieron un mapa en la mano y desaparecieron.
“Correspondía a Colinas de Santa Fé, uno de los cuatro lugares que nos habían indicado. A principios de agosto comenzamos las excavaciones. Durante cinco días solo encontramos polvo y piedras. No nos rendimos. Después, el 8 de agosto, descubrimos la primera fosa”.
Han sido necesarios dos años para completar el trabajo. El primero de la serie. La Brigada ha conducido nuevas búsquedas en Córdoba y, ahora, cerca del puerto de Veracruz. “A los que dicen que buscar las fosas comunes no es “cosa de mujeres”, respondo que es tarea de cualquiera que pueda y quiera hacerlo. Ciertamente no es agradable y es arriesgado: nosotras mismas hemos sido amenazadas. Pero sé que continuaré haciéndolo hasta el final de mis días. Se lo debo a mi hijo. Y a los hijos de otras que no he dado a luz pero he arrancado con mis manos a la tierra anónima, para sepultarlos de nuevo, con la dignidad de un nombre, una historia, una lágrima“.