En el centro de Piacenza, a lo largo de la calle principal, aparece una pequeña plaza adoquinada. En ella, una iglesia. Todos los días, a las 6:45 de la mañana, llegan entre treinta y cuarenta personas para rezar laudes y escuchar la ‘Lectio’, el comentario sobre las lecturas, de la Madre María Emmanuel Corradini, abadesa del monasterio benedictino, dedicado a San Raimondo. “Despertamos a la ciudad”, sonríe. Dado este interés, comenzó a abrir la iglesia a la catequesis. Han llegado cientos de personas. Y siguen aumentando.
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“Cuando llegué aquí en 2012”, me dice, “el monasterio se caía a pedazos. La comunidad estaba formada por ocho monjas de más de ochenta años, muchas enfermas. En los primeros años me dediqué a reparar la casa y a ser médico”. Porque la Madre María Emmanuel era doctora antes de entrar en el convento. Ahora el monasterio está completamente renovado, hay diez monjas, ocho jóvenes y dos ancianas, hay una casa de huéspedes que alberga grupos. “Es como si Dios me hubiera puesto a la humanidad en mis brazos”, me dice. Como una madre con un niño.
Un amigo me dijo: “Si quieres hablar sobre la maternidad, debes conocerla”. Fui a conocerla.
PREGUNTA.- ¿Qué significa para usted, que no ha dado a luz, ser “Madre”?
RESPUESTA.- La maternidad no es un hecho físico, sino de corazón. También puedes tener diez hijos y no ser fecunda, no saber generar vida.
P.- ¿Qué significa “generar vida”?
R.- Significa presentar al otro la vida, amarla, presentar el bien y la belleza. Para nosotros, los creyentes, significa descubrir al Señor en la vida. Para una persona consagrada es como si Dios pusiera a la humanidad en tus brazos y te dijera: “Estos son mis hijos, para ser generados”. Es oración: ser mediadores entre Dios y los hombres.
P.- Mucha gente la busca. ¿Qué le piden?
R.- Últimamente llegan personas que han notado que su fe no resiste a las inconveniencias de la vida. Muchos llegan después de la ‘Lectio’ mensual que comencé a hacer. Descubren la necesidad de ir a lo profundo del propio cuerpo y el conocimiento de sí. Porque sin vida espiritual, la vida no puede sostenerse.
P.- ¿Cómo comenzó este encuentro con tanta gente?
R.- Cuando llegué aquí tuve que trabajar, los primeros años, para arreglar la casa de Dios. Luego comencé a impartir la palabra de Dios a la comunidad todos los días, a hacer una ‘Lectio’ en Laudes, porque es la Palabra que forma la comunidad. Y casi milagrosamente, esta iglesia, que había estado cerrada durante 7 años, comenzó a llenarse: a las 6:45 a.m. para Laudes y luego para la misa. Un milagro que crece todos los días.
Escuchar a Dios como hijos
P.- Usted ha dicho que “para ser padres y madres, debemos redescubrirnos hijos”. ¿Que significa?
R.- Así comienza la regla de San Benito: “Escucha, hijo”. Dios siente la necesidad de tener una relación con nosotros y nos pide que escuchemos. Todo el Antiguo Testamento insiste en esto: “Escucha, Israel”. Y también lo dice hoy: “Escucha, detente porque quiero hablar contigo”. La verdadera escucha es poner al otro dentro de uno mismo. Pero esta escucha no es una orden. Dios no nos trata como esclavos, sino como hijos.
P.- ¿Por qué para ser madre hace falta ser hija?
R.- Necesitamos descubrir nuestra identidad, nuestra necesidad de ser generados. Quien oculta su propia identidad, corta una parte de sí mismo. Antes nos definíamos diciendo: “Soy el hijo de José, de Mario”. Ahora ya no se sabe de quién eres y, por tanto, no se sabe quién eres.
P.- ¿Qué hay que hacer para ser una buena madre?
R.- No creo que se pueda ser buenas madres. Creo que antes que nada una madre debe ponerse a sí misma por lo que es. Decir: “No tengo una receta infalible. Tengo una vida que ofrecerte, hecha de debilidades, pero también de certezas”. La certeza de la existencia de Dios, del Bien, del hecho de que el otro debe ser respetado. Una madre no se pone delante del hijo. Lo carga consigo. Le muestra el camino, lo hace con él.
Querer reemplazar al hijo en dificultades está mal, porque la vida es un gimnasio: educa. Una madre cristiana ante todo le da a su hijo los elementos esenciales: la presencia de Dios, la oración, el respeto y el amor al prójimo. Luego, el hijo crece haciendo una comparación y descubriendo que ciertas cosas son buenas para él y otras no.
El momento de dejarlo ir
P.- Las madres están llenas de preocupaciones. ¿Le sucede a usted?
R.- Me sucede cuando no me fío totalmente de Dios. Hay un momento en el que podemos entender, debemos creer. Como María. También ella algunas veces no comprendía. Como madres a veces sentimos el peso de la vida que hemos generado y que es más importante que nuestra vida misma. Por lo que tememos por la vida del otro. Pero hay momentos en los que se entiende que no puedes sustituir al otro.
Debes dar un paso atrás, como María en el Templo. Frente a las hijas que me han sido confiadas, entiendo que es en la oración que las llevo y las transformo. A menudo digo a las madres: está el momento del crecimiento, pero también ese en el que deberás dejarlo ir. Y la modalidad con la que podrás seguirlo, incluso de lejos, es la oración. Entregarlo a Dios.
P.- Ha escrito: “Hay un miedo casi traumático frente a la fertilidad”. ¿Qué significa?
R.- Si uno se conoce a sí mismo, conoce sus límites. No podemos vender manzanas podridas. La fecundidad que llevamos debe ser sufrida en la carne. Generar al otro a la fe es parto. Implica sufrimiento, incluso lágrimas. Delante de los que vienen aquí, debo ser sincera. No puedo, para conquistar a una persona, no decirle la verdad. Y decir ciertas cosas, a veces duele, puedes perder a una persona.
P.- ¿Cómo llegó aquí?
R.- Estudié medicina. Luego, a los 21 años, durante la universidad, el Señor me llamó. Quería ir al convento, pero había problemas y no pude. Comencé a trabajar en el Instituto de Enfermedades Infecciosas de Reggio Emilia. Estaban los primeros casos de SIDA, en un estado avanzado. Vi una humanidad rota, enojada, que gradualmente se reconcilió consigo misma. No he visto morir a nadie sin ser reconciliado. Vi madres que, después de treinta años sin ver a su hijo, lo tomaban en sus brazos y lo besaban, sin temor a infectarse. Esto tocó mi corazón. Comprendí que Jesús no permite que a ninguno de sus hijos se lo lleven. Él dice la última palabra.
La plenitud del amor
P.- ¿Echa de menos no tener un hijo carnal?
R.- No, porque nunca me ha faltado la plenitud del amor. A veces sucede, lo veo en mis hermanas, sentir el deseo de un esposo, especialmente de un hijo. Pero la plenitud que Cristo me dio y que encontré en esta humanidad sufriente que es como si me la hubieran dado, es tal, que no siento esta falta.
P.- ¿Cómo hacer para no temer cometer errores?
R.- No está mal tener miedo. Te permite decir: “Señor, te necesito, muéstrame el camino”. La falta de esta actitud es el origen del desconcierto actual: hoy nadie pregunta, todos piensan que son superhéroes. Tenemos miedo al miedo. Pero es una dimensión que debe ser alimentada, significa que el otro es importante para nosotros. No tengo medicina para todo, no soy Dios en la tierra. Entonces tengo que ponerme de rodillas para pedir el don del Espíritu. Y se necesita paciencia para comprobarlo. Pero si rezas y encomiendas a un hijo, incluso si la elección resulta ser incorrecta, el Señor te lleva a un final triunfal. Porque no tenías la presunción de hacer todo por ti mismo.