El papa Francisco llama incansablemente a una “Iglesia en salida”, que salga “al encuentro” de las “periferias existenciales”. Una actitud, sin duda, preñada de Evangelio, pero que se puede plasmar muchas veces sin dar un solo paso. Se trata, simplemente, de abrir las puertas y las ventanas de nuestros templos y que sean auténticas Iglesias vivas. ¿Cómo? A veces basta con un simple gesto de cariño y respeto, con hacer sentir a lo otro como lo que es: un hermano.
Sea cual sea su situación o condición: ya sea una persona homosexual, inmigrante, en exclusión social, un sacerdote secularizado, un divorciado vuelto a casar o alguien con algún tipo de discapacidad. Una comunidad cristiana encarnada verá en esa persona solo un hermano.
Precisamente, eso es lo que ha experimentado Arturo Blázquez Navarro, quien se presenta así: “Soy investigador, vivo en Alemania, soy católico practicante y estoy casado con un hombre. Vivo este revuelto de identidades con el convencimiento de que Dios lo ha querido así, que ninguna es un accidente, que tienen un significado profundo. Vivir abiertamente católico y homosexual significa exponerse a las ironías de esta aparente contradicción: es pensarse muy bien a qué parroquia ir, con quién confesarse, qué contestar cuando me preguntan por mi anillo de casado. Es, también, enfrentarse a la incomprensión de por qué soy miembro activo de una Iglesia que en su Catecismo afirma que mi relación con mi marido es intrínsecamente desordenada”.
Para comprender su presente, es necesario acudir a su pasado: “Homosexualidad y fe van de la mano en mi historia. Crecí en una familia creyente, pero, cuando llegué a Berlín hace ocho años, yo era ateo. Conocí al que iba a ser mi marido, cristiano luterano practicante, y en mi orgullo de científico me reí de que pudiera creer en Dios. ‘Eso es absurdo’, me decía. Pero, por él, empecé a ir a la iglesia con regularidad. El absurdo se iba convirtiendo en duda, la duda en una vaga esperanza. Hasta que la Semana Santa de 2015 caí del caballo: sentí en carnes propias la llamada de un Dios que es Dios de vivos y que tanto nos amó que cargó con nuestros mismos sufrimientos y contradicciones. Volví a la casa del Padre, a la Iglesia, a mi Iglesia, a la Iglesia católica. Cinco meses después, me casé con mi marido en una liturgia luterana”.
Reconoce que hay “otras Iglesias inclusivas con los LGBT, como la luterana”, pero no se ha planteado vivir su fe fuera del catolicismo: “No puedo cambiar lo que soy. Mi forma de creer es católica; lo es mi manera de rezar, de vivir los sacramentos, de entender cómo debe ser una Iglesia. Aun si me convirtiera al luteranismo, seguiría siendo católico en mi interior. Además, hasta ahora he tenido mucha suerte en la Iglesia: he encontrado una parroquia que me ha acogido, y hasta me han invitado a implicarme como catequista. Solo tengo motivos para estar agradecido”.
“Mi otra motivación –concluye– es que quiero ayudar a que nuestra Iglesia sea más acogedora para los LGBT. Pero no por compasión, sino en el convencimiento de que en Jesucristo ya no hay griego ni judío, ni hombre ni mujer, ni homosexual ni heterosexual, sino que somos todos uno en Él”.
Tristemente, la experiencia de Roberto Pérez ha sido muy diferente. Homosexual y con pareja estable desde hace años, esa vivencia le ha acarreado el desprecio de muchos sacerdotes a los que tenía por amigos: “Siempre he estado muy implicado en mi parroquia y en mi diócesis. Tenía director espiritual, pero no me ayudó mucho; solo me decía que estaba haciendo mal, que eso no era bueno para mí. Le hice caso, pues sentía que era la voz del Espíritu Santo. Decidí entrar en terapias de sanación para curar mi homosexualidad. No me ayudaron nada… Lo que me hicieron fue confundirme, quitarme mi libertad… Intentaron que mi madre me echara de su casa, que me repudiara. Le decían que era lo mejor. Enfrentar a una madre con un hijo, solo porque es homosexual, es terrible. Varios sacerdotes también me negaron la confesión o la comunión, y me decían que mi pareja era el mismo diablo, que era el culpable de mi rebelión. Sentía mi homosexualidad, pero la negaba. No quería ser así…”.
“Estaba convencido –prosigue– de que estaba haciendo mal a Dios. Y todo porque me decían que no era algo sano en las estructuras sociales en las que me movía, y de donde nos echaron a mí y a mi madre, por apoyarme”. La situación se desgastó tanto que llegó un día en el que “me vi obligado a elegir… Y me arriesgué por mi pareja. Aposté por la persona, confié en él. Y soy feliz”.
Aunque ha pagado un alto precio por ello: “Dentro de la Iglesia, muchos no me han respetado ni me han querido entender. Han llegado al desprecio tajante, a hacerme ver que ‘ya no soy católico’. Me duele, pero no me pueden arrebatar mi fe. Creo en Dios y vivo mi fe en clave de libertad de conciencia, de discernimiento. Además, sé que en la Iglesia hay distintas realidades y en muchas sí que se nos acepta como somos a quienes tenemos esta condición sexual. En la diócesis también ha habido algunos sacerdotes que me han apoyado, pero la mayoría son mayores y están ya retirados. Tampoco quiero olvidar a mis amigos católicos del Grupo Happines. Ellos nos aceptan y respetan a mi pareja y a mí”.
“Me han hecho sentir –concluye Pérez– como una oveja negra, pero sé que no lo soy. Son ellos los que no han sabido cuidar de su rebaño. Solo buscan manejar todo, tener el control, para lo que no les ha importado alejar a muchas personas. Entiendo que crean que estoy equivocado, pero es que ni siquiera se han preocupado por mí”.