La jubilación no está en su diccionario. La Vida Religiosa no se jubila. Lo demuestran muchos. En la comunidad-enfermería de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, en Collado Villalba (Madrid), se respira paz. En la segunda y tercera planta viven la mayor parte de las hermanas, al cuidado de las más mayores. En la cuarta planta, las hermanas que tienen algún problema de salud.
En camino a este último piso, toca el botón del ascensor la hermana María, de 92 años. Arrastra el carro de la ropa. “Mientras podamos, a todas les gusta hacer algo”, explica la superiora de la comunidad, Margarita Mauleón.
De entre 46 religiosas, solo cuatro rebajan un poco la media de edad y no superan los 75 años; del resto, la mayoría ha pasado de 85 –muchas de ellas incluso los 90–, pero no por ello dejan de participar en tareas. Cuidar y dejarse cuidar, aunque a veces no sea fácil, también es misión.
La falta de relevo en los institutos religiosos, tanto femeninos como masculinos, ha dado como resultado comunidades en las que entre quienes cuidan y quienes se dejan cuidar no hay muchos saltos generacionales. Y el invierno vocacional obliga a las congregaciones a buscar nuevos caminos, como el de las residencias intercongregacionales, o directamente contratar los servicios geriátricos.
Las Hermanas de la Caridad de Santa Ana continúan con el modelo tradicional, aunque cuentan en la enfermería con un equipo de profesionales que velan 24 horas por el estado de salud de las religiosas más mayores. Del equipo de enfermeras forma parte también la hermana Mercedes García. Está recién aterrizada de Costa de Marfil, donde ha estado los últimos siete años.
“Ciertamente he tenido que practicar la obediencia, porque era feliz allí”, indica con gracia. Sin embargo, “al llegar me di cuenta de que el Señor me estaba esperando aquí. La misión es la misma, solo me ha cambiado el paisaje. Si nuestra vocación es la caridad, el amor… yo sigo viviendo mi vocación. Me siento privilegiada de tener el regalo de toda esta vida que hay en las hermanas. ¡Cuánta vida! ¡Cuánta sabiduría! ¡Cuántas cualidades humanas y espirituales!”, clama la religiosa de origen catalán.
Entre las hermanas más jóvenes, también trabajando en la enfermería, está Montserrat Marcos. “Tras 13 años en Ruanda, ahora continúa mi misión aquí”, dice con la voz entrecortada. Se emociona por tanta vida entregada que le rodea. “Las hermanas han dado su vida y ahora las acompañamos. Ellas son la fuerza de la Iglesia… Ahora se valora más la novedad, la eficacia, pero ellas son un testigo vivo de entrega. Doy gracias a Dios por lo recibido”, cuenta con los ojos vidriosos.
Escucha con atención su explicación María Ángeles Andrés. “Lo bueno de esta casa es que ayudamos y nos ayudan, como todas tenemos deficiencias físicas…”, comenta. Ella acepta que la cuiden, pero mientras pueda, tiene claro que no se va a quedar de brazos cruzados. Las que están a su cuidado se miran y asienten.
Ella también ha pasado parte de su vida involucrada en el sector sanitario. Desde los 21 años se marchó a Lille (Francia), donde la congregación colaboraba con un hospital oncológico. “Allí aprendí la importancia de cuidar a los enfermos con detalle, con amor, como hicieron nuestros fundadores –la Madre María Rafols y el Padre Juan Bonal–”.
María Ángeles echa la vista atrás y la memoria no le falla. Después de Francia, estuvo siete años en Costa de Marfil, donde se dio cuenta de que “los pobres son los preferidos de Dios”. “Algún día vendrán a evangelizarnos, porque ellos realmente confían en Dios”, dice. Ahora se entretiene con los libros y rezando.
“A mí me gusta leer y eso me sirve de relajación, pero también pienso mucho en la gente que sufre y, por eso, cada día rezo más”, señala con una sonrisa que desborda. Sobre el futuro de las hermanas jóvenes cuando sean ellas las que necesiten atención también se atreve: “Las congregaciones tenemos que vivir en unidad y ayudarnos”.
Hortensia Gózalo escucha a sus hermanas, a las que prácticamente acaba de conocer. Es una de las recién llegadas, pues aterrizó en la comunidad el 15 de agosto. “Esto lo he considerado como un regalo de Dios. Las hermanas son vidas trabajadas. Para mí era todo desconocido, ellas, la casa… es un campo sagrado estar aquí en la cuarta planta, en enfermería. El Señor me dice que no las juzgue, que las quiera, porque es lo que necesitan. Yo tengo mis achaques, pero en comparación con otras que contemplo cada día, estoy bien”.
Y así, en un momento justifica su llegada a la casa. Un destino que no siempre es acogido con agrado, pues no todas aceptan ser cuidados después de toda una vida dándose, entregándose…
La hermana Hortensia recuerda su primer destino: Las Palmas de Gran Canaria. Allí levantamos un hogar para 200 niños en silla de ruedas debido a la polio. Los Hermanos de San Juan de Dios comenzaron la obra y ellas la continuaron. “Era la encargada de hacer la compra. Y vivíamos de lo que nos daban. Se dice y suena muy bonito, pero es duro. ¡Cuántas veces lloré sola en el último banco de la capilla!”, rememora. Y es que “siempre conseguíamos comida, porque la gente canaria fue muy solidaria. Y yo solo pedía perdón al Señor, avergonzada, por no confiar”, explica.
A Hortensia no hay quien le pare. Sigue rebobinando hasta que le enviaron a Valencia, donde pasó nueve años viviendo en un piso con niños huérfanos. “Fui su madre, su padre, su abuela, su hermana”, reconoce. Y de ahí, a Londres, para cuidar a los niños de migrantes españoles en la guardería de la congregación. De vuelta a España, su misión fueron niños enfermos de Sida. Y, por último, misión rural en Andalucía, donde ha estado los últimos cinco años.
Hortensia es una todoterreno. “Yo no sé cuidarme, no lo he sabido hacer nunca. Ahora sí que estoy haciendo el ejercicio de dejarme cuidar”, dice. Y continúa: “Aquí me he encontrado con una comunidad en la que parece que he estado toda la vida, con una vida litúrgica que es una maravilla. ¡En laudes somos 50 hermanas!”, explica emocionada.
“Eso me llena, yo que siempre he estado en comunidades pequeñas. Doy gracias a Dios por todo… no sé cuanto me quedará, pero estoy entusiasmada con este entorno”. De ello da cuenta la superiora. Margarita huye del foco, pero en ‘petit comité’ reconoce que es feliz en su encargo.
La provincial tuvo buen ojo cuando le encomendó esta misión hace ya casi cinco años. “Yo les decía a mis padres: cuidaré de los niños y de los abuelos”, subraya. Así lo ha hecho parte de su vida como consagrada, aunque también pasó una temporada en la pastoral penitenciaria. Pese a que ha acompañado muchos finales de vida, sigue sin estar preparada para despedir a una hermana.
“Es lo peor que vivo, pero tenemos que estar. Esa es mi misión: estar”. Y, como los fundadores, hacerlo “con el mayor cuidado, con todo detalle, con todo amor”. Arriesgadas y humildes. Fuertes y alegres. Entregadas y bondadosas. Sirviendo y amando a todos los hermanos. Amén.