Michela Murgia: “¡Yo tengo cuatro hijos del alma!”

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“No se hace ninguna afiliación del alma poniendo a una familia contra la otra”, pero en su caso sucedió. Estamos sentadas en una plaza en Trastevere cuando se acerca un señor: la felicita por su hijo y ella da las gracias, orgullosa como solo una madre puede estarlo. Se ríe de buena gana varias veces durante nuestro encuentro y se conmueve. Porque la excepción y regla están bien fusionados en la persona de Michela Murgia y en la historia que vine a escuchar.

Porque de la escritora que –independientemente del tema– sube en el ranking, invade pacíficamente los medios de comunicación y llena las plazas, aquí interesa conocer la relación con la llamada ‘filiación del alma’, una práctica que tiene una larga historia en la mayor parte de Cerdeña, y que no es ni una adopción ni un hogar de acogida.



“No creo que lo inventaran los sardos, creo que es parte de la experiencia de todas las culturas: la diferencia es que los sardos le dieron un nombre. Y darle un nombre significa mover el eje de la experiencia personal al reconocimiento colectivo. Aunque con pudor, porque el nombre no existe para la función parental: existe para el niño. Se dice que es hijo del alma, pero la persona que toma a alguien como hijo del alma no tiene un nombre, porque ese nombre se parece demasiado a mamá, interceptaría una serie de sensibilidades que no deberían ser tocadas. El niño puede multiplicarse, la madre no, al menos no léxicamente, porque en la práctica de hecho lo es”.

PREGUNTA.- ¿De qué formas se puede presentar la ‘filiación del alma’?

RESPUESTA.- Puede suceder en una emergencia: tu hermana muere durante el parto y tú te quedas el niño. En este caso la relación se mantiene dentro de la familia. Es más complicado cuando ocurre con terceros, como un vecino o un maestro. Al estudiar el fenómeno, me di cuenta de que, estadísticamente, eran figuras educativas que se acercaban a los niños por rol, pero luego terminaban transformando la función en una relación.

Es algo difícil de explicar porque hoy no estamos acostumbrados a imaginar relaciones intergeneracionales fuera de las funciones: las únicas personas que tienen que ver con nuestros hijos son remuneradas por hacerlo, no son amigos de nuestros hijos. Mantenemos todo separado, en el sentido de que los adultos están con los adultos, los niños con los niños. Todo está nuclearizado.

El papel de la familia se ha sobrecargado a medida que la familia perdía fuerza como situación social: si hoy la sociedad da cada vez menos peso a la familia, le pide sin embargo que cubra muchas más cosas, cosas que en la cultura campesina eran compartidas.

Hermandades horizontales

P.- Una brecha…

R.- Exactamente. La experiencia de la co-paternidad compartida se incluía en una cultura en la que el concepto de autodeterminación prácticamente no existía. En cambio, había una corresponsabilidad de todos en la vida de todos. Había un yo muy limitado y un yo hipertrófico, mientras que ahora es todo lo contrario: los derechos y los espacios del yo son mucho más fuertes, pero esto significa que incluso las fragilidades del yo están a cargo del yo, no del nosotros. Lo experimento: tengo 47 años, vivo en una ciudad que tiene muchas relaciones pero, mirando a los ancianos del vecindario, pienso “¿si envejezco sola qué haré?”

En mi pueblo nunca me hubiera hecho esta pregunta porque el vecindario era el primer bienestar, y dentro de ese bienestar era posible desarrollar relaciones que hoy son impensables. Desde la llamada ‘comodare’ (que de hecho establecía hermandades horizontales) hasta la ‘filiación del alma’, que generaba familias paralelas con niños que ya tenían la suya, y que a menudo ni siquiera era problemática. Aunque una constante en la filiación del alma era la brecha económica: yo, padre del alma, me hago cargo de un niño que continúa siendo hijo de sus padre y teniendo la unión que siempre ha tenido, pero lo cuido, hago que estudie, y cuando me muera será mi heredero.

Es una relación que nace porque se reconoce un valor normativo al amor que otro adulto tiene por tu hijo, es decir esa persona adquiere derechos sobre el niño por su amor y del amor que tu hijo tiene por él. Nadie piensa que esto te quite algo –aunque si de hecho quita, en el sentido de que el niño va a vivir a otro lugar–; lo que sucede es que se amplía un espacio.

Normalmente se entra en esta relación entre los 10 y los 12 años, una edad en la que se puede expresar un consentimiento consciente sobre algo de este tipo. Las personas objetan que son pequeños: la cultura sarda es católica, y el catolicismo reconoce a los niños de 8 años la facultad de confesarse, es decir de asumir la responsabilidad de sus propias acciones.

Jurisprudencia en la doble crianza

P.- ¿Y el derecho?

Todo lo que el derecho no prohíbe es consentido. Hace dos años me sucedió algo increíble. En cuatro líneas, el Corriere della Sera daba una noticia del tribunal de Cagliari que, entre las formas especiales de adopción, reconocía la ‘filiación del alma’. El caso era muy bonito: dos vecinas en un barrio periférico de Cagliari se hacen amigas. Una es una mujer sarda, la otra una nigeriana con un niño. Pero tiene otros hijos en Nigeria y cada año va allí unos meses para ocuparse del resto de la familia.

El niño que vive en Cagliari ya asiste al colegio y durante las ausencias de la madre, se ocupa de él la vecina. Y bien, las dos mujeres acudieron al juez pidiendo el reconocimiento de la doble crianza femenina en ausencia de un padre, y sucedió. Estaba en un bar y comencé a llorar; el camarero se acercó, “Señora, ¿está bien?” Todo está bien: ¡es un paso civil importante cuando la inteligencia relacional de una comunidad hace jurisprudencia!

P.- Has sido hija del alma…

R.- Mi caso es un poco peculiar porque fui tomada como niña del alma a los 18 años, y para hacerlo tuve que interrumpir la relación con mi familia. Fue una fuerte anomalía que dividió a la comunidad: no se hace ninguna afiliación del alma poniendo una familia en contra de la otra. Le estoy agradecida a mi madre porque ella, en cierto momento, reconoció que las muchas formas en que podría ser hija no podrían estar cubiertas por las muchas formas en que podría ser madre. Si soy la persona que soy hoy, se lo debo tanto a mi madre biológica tanto como a mi madre del alma.

P.- Y tienes hijos del alma…

R.- ¡Tengo cuatro! Y solo dos son sardos. Entre ellos se ven, aunque con grandes celos, menos Francesco. Él es el último, y es descaradamente el más querido.

P.- ¿Y cómo te llaman, dado que “mamá” no se usa en la filiación del alma?

R.- ‘Shalafi’. Es una palabra élfica que significa maestra, término alternativo que no genera malentendidos en ningún contexto. Es una palabra que no hace daño a nadie.

La manipulación del amor

P.- ¿Un recuerdo?

R.- Hace unos años me diagnosticaron un tumor. Por primera vez me encontré en una relación de madre de alma donde no era la más fuerte sino la más frágil. Y Francesco, que estaba conmigo, dio prueba de una sorprendente madurez y cercanía porque esa es una relación creada para estar en desnivel, porque el niño necesita y tú das. Lo contrario nunca sucede, excepto cuando eres anciano.

En cambio a los 40 me encontré en esa necesidad. Cuando le dije a Francesco que me habían diagnosticado un tumor inoperable (iba a tener quimioterapia y una cura experimental que podría fallar), respondió: “Ok, nos trataremos y nos curaremos”. Él usó precisamente este plural. Por poner un ejemplo, mi esposo no lo hizo, este plural no le vino. En la cabeza de ese joven de dieciocho años era normal pensar que la enfermedad le implicaba como si la tuviera él.

“Solamente cuando creces con la certeza de que nadie te pueda mandar cuando aprendes a ser señor de ti mismo” dice tu Elena (en “Los nuevos Herodes”, Harper Collins 2019).

En mi vida he experimentado las dos condiciones: ser la hija de un padre dominante (fuertemente vinculada por una voluntad incomprensible y casi nunca compartida) y luego la condición opuesta de la autogestión total. Y cuando de repente te encuentras sin él, la libertad parece un abismo. Convertir esa posibilidad en algo más que una catástrofe requiere una enorme disciplina porque si la única forma en que aprendiste a ponerte límites es la violencia, incluso si no quieres, sabes que puedes hacerlo porque lo has visto hecho.

Haberlo aprendido, saber que podría suceder, creo que fue lo que me impidió tener hijos. No he querido tener hijos porque no puedo imaginar cuál de mis métodos podría asumir el control en condiciones estresantes. Porque tengo un método que construí como adulta a través de relaciones y experiencias saludables y paritarias, pero hay una fuerte impronta en el ADN, es un método en el que el amor es un poder, una manipulación y a veces justifica la violencia. En resumen, esa frase es la frase de una mujer que se parece a mí.

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