Alguien asedia a Juan José Omella por los pasillos del Pabellón de Cristal de la madrileña Casa de Campo. En pleno Congreso de Laicos. Elogios varios de cara a un futurible inmediato. Quedan unas dos semanas para el momento. Se resiste. Prefiere ignorarlo. Lleva así desde hace meses, cuando se asomaban las primeras quinielas episcopales. “¡Menos mal que vosotros no votáis!”. No es falsa modestia. No quiere entrar al trapo. Sencillamente, no se ve. Y le cuesta interiorizar que le vean. Nunca ha querido. Aun cuando los propios obispos le han puesto sobre la mesa la cuestión, en las jornadas previas a la Asamblea Plenaria que acabó nombrándole presidente de la Conferencia Episcopal Española.
Y ahí está. Desde el martes 3 de marzo y por cuatro años, al frente de la Casa de la Iglesia. Un “cura de pueblo”, el cargo que le gustaría ostentar en su tarjeta de presentación. Pero no. En el membrete de su currículum se habla del arzobispo de Barcelona que antes pasó por Barbastro y Logroño, amén de ser auxiliar de Elías Yanes en Zaragoza. El cardenal de Francisco que, para muchos mitrales, apareció entonces sin que nadie le esperara, al que miraban incluso de reojo por su deje social y misionero.
El outsider de antes asume el liderazgo. El turolense de la España vaciada. Las periferias en el epicentro de la acción eclesial y política. Sin cambiar su discurso de siempre ni dejar de lado esos chascarrillos de humor de barrio del que echó mano de forma espontánea en su primera comparecencia pública. “Aunque a veces los periodistas sois revoltosillos, también os amamos”, suelta a una prole de redactores y cámaras a los que agradece, nada más ponerse delante del micro, su “tarea de transmitir noticias a la sociedad, aunque no siempre sean buenas. ¡Ojalá fuera así!”.
“¿No había nadie mejor?”. Las palabras de su madre cuando fue elegido auxiliar de Zaragoza probablemente retumbaron de nuevo en la cabeza del cardenal Juan José Omella pasadas las 10.30 de esa fría y ventosa mañana. Acababan de elegirle, a su pesar, presidente de los obispos españoles, en segunda votación, con 55 votos a favor, frente a los 29 de Jesús Sanz, arzobispo de Oviedo.
Con un pie en los 74 años (el 21 de abril), es decir, a uno de la preceptiva jubilación canónica, lo soñado no era echarse cuatro años a la espalda a un Episcopado dividido y en una situación política y social en plena ebullición, con uno de sus focos incandescentes, además, bajo sus pies en Cataluña. Pero los ojos, en Roma y Madrid (en Añastro y la Moncloa, que también pone velas), se volvieron hacia él y entonces dijo hágase, consciente de que había otros tan válidos y más jóvenes.
Pero aunque no tiene “teologías” –nunca quiso ningún doctorado, y eso que se lo propusieron cuando regresó de su corta experiencia misionera con los padres blancos en el Congo, su lejano primer amor pastoral–, tiene mucha “gramática parda” y es capaz de encandilar a todo un congreso de canonistas sin soltar ni un latín, cualidad que vale su peso en oro cuando has de mediar –como ha hecho– en el avispero del procés y eres respetado al mismo nivel por Junqueras, Rajoy o el propio Felipe VI.
Para aquel sacerdote de Cretas, un pueblecito de Teruel que en su día perteneció a la Diócesis de Tortosa y en donde aprendió su lengua materna, el chapurriano, un catalán con el que aún habla con su madre, el arzobispo de Zaragoza Elías Yanes fue un segundo padre. “Don Elías lo fue todo para Juan José. Él fue quien descubrió su valía y su capacidad, encontró en él a un hombre de Dios que no buscaba ningún poder, amante de la Iglesia y servidor de toda la humanidad. Un hombre de muchísimas oración, con un arsenal de vida interior fraguada a la luz de la espiritualidad de Carlos de Foucauld; el primero en bajar a la capilla, que no se reserva nada para sí mismo, sino que se pone totalmente al servicio de la Iglesia”, según testimonio de alguien muy cercano.