Después de oficiar el pasado domingo el Ángelus más extraño de su pontificado en el interior de la biblioteca del Palacio Apostólico, el papa Francisco volvió este miércoles a ese lugar para dirigir desde allí la audiencia general. Lo hizo acompañado por los sacerdotes encargados de traducir su alocución a las distintas lenguas, cuyas sillas estaban bien distanciadas las unas de las otras.
A diferencia del domingo, hoy no hubo presencia de fieles en la plaza de San Pedro, clausurada desde el día anterior para los visitantes y en cuyas pantallas gigantes no se emitieron en directo sus palabras. La necesidad de evitar aglomeraciones por el coronavirus motivó todas estas restricciones en la audiencia general, que los católicos pudieron seguir a través de Internet.
El Pontífice volvió a tener palabras de consuelo para quienes padecen la epidemia y los que les asisten. “Quiero dirigirme a todos los enfermos que están con el virus, que sufren la enfermedad, y a tantos que sufren incertidumbre sobre sus propias enfermedades. Agradezco de corazón al personal hospitalario, a los médicos, enfermeros, voluntarios. En este momento tan difícil están junto a las personas que sufren”, dijo el Papa en la parte final de su intervención.
Aprovechó entonces para agradecer a “todos los cristianos” y a “todos los hombres y mujeres de buena voluntad” que rezan en “esto momento” por los que sufren por la epidemia. “Todos unidos sea cual sea su tradición religiosa a la que pertenecen. Gracias de corazón por este esfuerzo”.
No quiso dejar pasar el Papa la ocasión para recordar a los “pobres” refugiados sirios que se encuentran en la frontera entre Turquía y Grecia para tratar de entrar en Europa. Es un pueblo “que sufre desde hace años” y cuyos miembros “deben huir de la guerra, el hambre y las enfermedades”. Invitó a no olvidarse de “los hermanos y hermanas”, muchos de ellos niños, “que están sufriendo allí”.
La catequesis estuvo dedicada a la cuarta bienaventuranza, que dice: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. El Pontífice explicó que esas necesidades imperiosas no significan ansia de “venganza” ni tampoco “dolor de los pobres y de los oprimidos, que Dios conoce bien”. Se trata en cambio de una justicia “más grande que el derecho humano a la equidad, la verdad y la justicia social, más grande también que la perfección personal”.
Es la justicia “que viene de Dios: de esa inquietud, de ese anhelo que está presente en lo más profundo del corazón de toda persona humana, aún en el corazón del más corrupto y alejado del Señor. Es la sed de bien y de verdad, que el mal no puede borrar”.