Ante la expectativa de tener que pasar una larga temporada en casa, como modo más responsable de ejercer la soberanía ciudadana para derrotar al coronavirus, una buena opción es entregarse a la lectura, un placer que, en nuestro día a día habitualmente acelerado, queda muchas veces aparcado. Y, ya que leemos, ¿por qué no dedicar parte de ese tiempo a sumergirnos en la búsqueda de Dios desde las ideas y creencias de quienes, desde la heterodoxia, concibieron obras que trascendieron su presente?
Un modo inmejorable de iniciar nuestro viaje es adentrándonos en ‘Cinco horas con Mario’, escrito por un Miguel Delibes a quien ayer mismo recordamos en la década transcurrida de su muerte. En sus páginas nos encontraremos con un protagonista mudo (está muerto), pero cuyo cadáver grita libertad y autenticidad mientras su mujer, en la noche de vela, le echa en cara su falta de fe. Originalísimo diálogo desde un monólogo en el que nos encontramos con que, quien encarna el Evangelio del amor, es aquel al que se tacha de “hereje” desde un dogma ideologizado y vacío de espíritu.
Otra opción es retroceder unos siglos y abrazar a Voltaire, quien regaló a la humanidad su ‘Tratado sobre la tolerancia’, un apasionado alegato a favor de la fraternidad humana, desnudando a la religión que muchos enarbolan con el único de fin de arrojar a la cabeza del que tienen por enemigo. Una función en el que la Iglesia ha de ser clave, aunque, como se vio en la época de uno de los precursores de la Ilustración, no siempre fue fiel a su identidad caritativa, optando muchos de sus hijos por el odio a quien no era un “buen católico”.
Acudamos ahora a los años 30 del pasado siglo, un tiempo marcado en nuestro país por otro virus (el más asesino, el odio). Y es que, en este repaso, no podía faltar la que, seguramente, es la obra más encarnada de Miguel de Unamuno, quien consiguió reflejar su convulsa lucha íntima en el personaje de un cura sin fe pero que no deja de testimoniar una creencia anclada en la bondad para que los habitantes de su sencillo pueblo no pierdan nunca el “contento de vivir”. Unamuno es un gigante del ensayo, la novela, la poesía o el teatro, pero, si alguien solo puede leer una obra del genial autor vasco, que sea esta.
Ya que avanzamos en nuestro tiempo, acudamos ahora a nuestro presente. Y postrémonos ante ‘El Reino’, de Emmanuel Carrère. Escrito desde la experiencia propia, con todo tipo de vivencias en las que no se rehuye de episodios ciertamente convulsos, el autor nos deja el auténtico caminar que va desde el ateísmo a la fe, volviendo luego al estado inicial. Aunque, claro, quien ha sentido el fuego del converso, ya jamás es el que fue antes de partir. Como mínimo, despedimos en estas páginas a un Carrère que es agnóstico.
Todos tenemos la imagen del Oscar Wilde ingenioso, hedonista y provocador que hacía las delicias en las fiestas de los nobles británicos de la era victoriana. Es el Wilde triunfante de ‘El retrato de Dorian Gray’. Sin embargo, muchos no recuerdan al último Wilde: el derrotado, el abandonado por todos al ser encarcelado por “sodomía”. De esa tristeza emerge el auténtico Wilde, quien se abre en canal en ‘De Profundis’, donde levanta un íntimo y vibrante relato de búsqueda de Dios desde el dolor. En ese sufrimiento es en el que el autor dublinés se fascina verdaderamente ante lo que para él es el consumando modelo de belleza: Dios crucificado por amor. Lástima que, al poco de ver la luz, el genio muriera en la soledad de un hotel parisino. Nos quedaron muchas más obras en las que vibrar con el nuevo y definitivo Wilde. Aunque, con certeza, ninguna habría superado ‘De Profundis’ en verdad.