“Murieron tantos que todos creyeron que era el fin del mundo”. Esta célebre frase de Peire Lunel de Montech describe a la perfección la peste negra, la pandemia que, entre 1347 y 1350, en plena Edad Media, acabó con la vida de unas 100 millones de vidas en todo el mundo y redujo en un tercio a la población europea, que fue la más afectada.
Las autoridades religiosas, en su mayor parte, respondieron abriendo los templos para que multitudes enteras pudieran refugiarse. Eso tuvo su parte positiva, pues fue un modo de testimoniar en pleno Medievo la Iglesia de puertas abiertas a la que hoy nos llama insistentemente el papa Francisco, pero también tuvo su consecuencia negativa: hacinadas multitudes en espacios cerrados, los contagios fueron mayores.
Algo que también padecieron, evidentemente, muchas comunidades de sacerdotes y de religiosos, que se vieron diezmadas. La medida de urgencia fue adelantar los plazos para ordenar al mayor número posible de consagrados que los reemplazaran, pero estos estaban menos preparados y, en bastantes ocasiones, su conducta moral dejaba bastante que desear.
A la vez que supuso un tiempo de mayor fervor religioso (muchos fieles entendían que había que congraciarse con un Dios que les había “castigado”), tristemente, también tuvo su eco oscuro: repuntó el fanatismo intolerante hacia el diferente, por lo que muchas minorías religiosas fueron apuntadas como “chivo expiatorio”. Algo que sufrió especialmente el pueblo judío, al que se llegó incluso de haber infectado los ríos para causar la peste negra. La desesperación hizo que muchas comunidades hebreas fueras devastadas por este odio que desató una persecución irracional.
A nivel cultural y artístico, esto también tuvo su reflejo en las iglesias, adquiriendo los bestiarios medievales (con los que se ilustraba a un pueblo fiel en su mayor parte analfabeto con el infierno que deparaba una vida sin piedad) un tono especialmente lúgubre y dantesco, propios de un tiempo marcado por un hondo pesimismo.
Teológicamente, los reformadores ganaron peso a la hora de defender que la Iglesia se estaba separando de su raíz evangélica, dejándose atraer muchos de sus principales representantes por el ansia de poder y riqueza. De algún modo, de este pesar y sensación de abandono de Dios surgió con fuerzas renovadas el movimiento que, un siglo después, encabezarían y concretarían hombres como Erasmo de Rotterdam, clamando por una vuelta a lo esencial: Jesús de Nazaret.