Hannah Arendt (1906-1975) es una de las grandes pensadoras del siglo XX. Y lo fue porque siempre aspiró a aterrizar sus ideas a lo concreto, al alma del hombre que tiene que tomar decisiones muchas veces complejas. Judía alemana, huyó del nazismo en 1937, marchándose a Estados Unidos, donde adquirió su nacionalidad en 1951.
Una de sus grandes experiencias la vivió en 1961 en Jerusalén, a donde The New Yorker la envió como corresponsal al juicio contra Adolf Eichmann, un antiguo oficial de las SS detenido entonces en Argentina. Siguiendo las sesiones del juicio, no percibió en él a un monstruo que en sí mismo encarnara la representación del mal, sino a un hombre normal y corriente que, en un momento dado, dejó la ética a un lado y no cuestionó las órdenes que sus superiores le daban, ejecutándolas al milímetro. Aunque eso le conllevara contribuir activamente a la gran atrocidad de la humanidad: el Holocausto.
La banalidad del mal
Para gran escándalo en su época, Arendt reflexionó sobre esta experiencia en su obra ‘La banalidad del mal’, donde defiende que, muchas veces, los actos más reprobables en lo moral no nacen del pensamiento, sino, precisamente, de la ausencia de este. Así, cuando la razón no penetra en el ser humano y nos dejamos llevar por la superficialidad, somos más fácilmente manipulables. Un caldo de cultivo del que pueden surgir las mayores atrocidades.
En última instancia, la autora, que siempre se declaró agnóstica (lo que no fue óbice para que su tesis fuera sobre ‘El concepto del amor en San Agustín’), arguye que el hombre se comporta mejor cuando tiene una guía que ilumine sus pasos. Un camino en el que, ni mucho menos, excluye a Dios. Al contrario, cree que el hombre religioso, en cuanto que se guía por un código de conducta basado en valores como la fraternidad y el compromiso, es más fácilmente “bueno”.
Conversación con Golda Meir
Algo que ilustra perfectamente esta conversación que ella mantuvo con Golda Meir, una de las principales impulsoras del Estado de Israel. En la charla, la Arendt retrató posteriormente, la política le dijo: “Siendo yo socialista, naturalmente, no creo en Dios. Creo en el pueblo judío”. La autora, entonces, calló, pero, sobre el blanco y el negro, regaló a la humanidad una lección vital única: “Me quedé sin respuesta… Pero podía haberle dicho: la grandeza de este pueblo brilló en una época en que creía en Dios, y creía en Él de tal manera que su amor y su confianza hacia Él eran mayores que su temor. ¿Y ahora este pueblo solo cree en sí mismo? ¿Qué bien puede derivarse de ello?”.