Aunque había tratado de mentalizarse, José Cobo no pudo evitar que aquella imagen le impactase. “Es sobrecogedora”, cuenta el obispo auxiliar de Madrid, que conocía la pista de patinaje olímpica del Palacio de Hielo, pero siempre retumbante de risas infantiles, de celebraciones de cumpleaños y de parejas soñando con deslizarse juntas por la vida. Nunca la hubiera imaginado como la tenía ahora ante sus ojos: una morgue con hileras de ataúdes perfectamente identificados. Eran las 11 de la mañana del jueves 26 de marzo y el incesante tráfico de féretros entrando en aquellas instalaciones le hizo ver que quedaba mucho dolor que acompañar.
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- EDITORIAL: El abrazo de Dios a la humanidad
Aquel día, el auxiliar del cardenal Carlos Osoro inauguró el servicio de oración puesto en marcha por el Ayuntamiento y el Arzobispado de Madrid en unos momentos donde el duelo de miles de familias no tiene consuelo, cuando los difuntos no tienen quien les rece porque están prohibidos funerales y velatorios. Cobo llegó pronto a aquel inmenso bajo de un inmenso centro comercial ahora desierto y en silencio. Había que resolver cuestiones administrativas inéditas, dadas las circunstancias, que implican a gobiernos locales, regionales y estatales. “Y que policías y militares se fuesen acostumbrando a ver a curas por allí, porque hay grandes medidas de seguridad, y somos un equipo de cinco sacerdotes los que acudimos por turnos a rezar cada día a las 11 de la mañana”, señala.
Un servicio que, menos de una semana después, tendría que ampliar la Iglesia madrileña también a la Ciudad de la Justicia, a un edificio infectado en su día por la corrupción política y convertido ahora en otra morgue con capacidad para 230 cadáveres, también en las inmediaciones del gran hospital de campaña en que se ha convertido el recinto ferial de Ifema.
La angustia de una hija que no pudo despedirse
Uno de los féretros alineados en el Palacio de Hielo sobre una superficie polimérica de unos tres centímetros de espesor para evitar el contacto directo con el hielo, era el de la madre de Rosa. Tampoco ella pudo despedirse. Cuando la ingresó, consciente, no imaginó que no la volvería a ver. La anciana no quería quedarse, prefería seguir en casa, pero la situación se complicaba por momentos y la hija no dudó. Bueno, un poco sí, quizás. Y ahora ha muerto. No le ayudó a arrancarse la tristeza no saber qué habían hecho con su cuerpo. La información era confusa. La funeraria municipal madrileña había colapsado, no daban abasto recogiendo féretros y el personal –también ellos– se había quedado sin material de protección.
Cuando, por fin, le comunicaron que su madre sería trasladada al Palacio de Hielo, que era a donde llevaban ahora a los fallecidos, desapareció la incertidumbre, pero se le agolpó en la garganta el desconsuelo. Allí sola, pensó. Sin nadie que la acompañe. En medio de aquel frío. ¿Y la identificarán bien? ¿Y si se equivocan? La angustia desbordada. Dos días después alguien le dijo que su madre no estaba sola. Que todos los días rezaba un sacerdote por ella y por los demás difuntos que esperaban en esa “estación intermedia” turno para ser enterrados o incinerados. Y, creyente como es, la noticia la reconfortó. También saber que todos estaban perfectamente identificados.
Un poco de calor en medio del hielo
“Se comprende plenamente la angustia y el desconsuelo de las familias. Esa era una de las razones por las que empezaron a llamarnos algunas al Arzobispado. Cuando les dicen que sus seres queridos están en el Palacio de Hielo, es como decirles que están solos, porque allí no pueden ir a velarlos. Por eso, en medio de ese ambiente gélido, la Iglesia quiere poner un poco de humanidad, decirle a las familias que no están solas, que la Iglesia vela y reza por sus difuntos, porque eso es lo que sabemos hacer y queremos hacer en la Iglesia. Es un momento para, más que nunca, cuidarnos los unos a los otros e intentar ayudar para, desde la oración y la presencia de la Iglesia, humanizar este drama, poner un poco de calor en medio de aquel hielo, y que las familias sepan que estaremos rezando a sus difuntos en su nombre”, señala Cobo.
José Pablo Pedrosa es uno de los sacerdotes que cada día se acerca a esa morgue improvisada. Tras pasar los controles de entrada, un miembro de la UME le acompañó hasta la pista de hielo. Enfrente, 1.800 metros cuadrados prácticamente cubiertos de féretros. El sacerdote de la Fraternidad Misionera del Verbum Dei dijo al militar que le había conducido hasta allí si quería acompañarle en el rezo, pero la persona declinó cortésmente y se alejó. “Recé el responso, el Padre Nuestro, las peticiones y la oración final por los difuntos, unos diez minutos, en total –cuenta–. Sentí mucha calma, y siempre con las familias de los fallecidos muy presentes. Fue un privilegio poder orar por ellas y para ellos. Tenía la sensación de que Dios estaba allí, en medio de aquel silencio, en la certeza de que aquellos eran también sus hijos amados. Noté realmente su presencia”.
Reconoce José Cobo que “esa terrible imagen de que sus difuntos están solos, está causando mucho daño a las familias”. Algo que afecta ya, de hecho, a la manera de afrontar el dolor por la pérdida. Este virus –coinciden los especialistas– trae un duelo inédito, que se está posponiendo, un dolor que se almacena en lo más hondo de la persona. “Es un duelo relegado a la intimidad máxima y entregado a la virtualidad”, señala el religioso camilo José Carlos Bermejo.