El coronavirus se ha cobrado la vida de la misionera leonesa Carolina Martínez Fuertes, enterrada hoy tras fallecer en Madrid a los 83 años. Religiosa de la Sagrada Familia de Burdeos, llevaba un lustro en la capital tras pasar 40 años de su vida en África, 15 en Chad y 25 en Camerún.
Martínez entró como aspirante de la congregación en 1955. Al presenciar un ataque epiléptico en plena calle, decidió que compaginaría la vida religiosa con la enfermería. Recorrió varios puntos de España, pasando un tiempo en la Clínica Loreto de Madrid. Un día, “al comprobar cómo sacaron un dineral a una mujer a la que el parto se le complicó, sentí que tenía que irme a las misiones”.
Fue así como llegó en 1971 a Chad, a un pequeño pueblo de la Diócesis de Pala llamado Tagal. “Recuerdo perfectamente –rememora– los bailes de alegría de la gente al recibirme. ¡Incluso me invitaron a una boda!”. Su día a día era en un centro médico que se componía de una choza con techo de paja, junto a un cura francés y a una monja, donde recibían a todos aquellos que llegaban hasta ellos. Era una actividad incesante: “No conocía el idioma y tratábamos todo tipo de cosas, como el paludismo, el sarampión, la meningitis, partos, mordeduras de serpiente… La gente venía incluso de madrugada, andando durante kilómetros cargando a los enfermos en camillas construidas con trozos de palos. Era toda una aventura. Otras veces, éramos nosotros los que viajábamos a atender urgencias. Te podía pasar de todo por aquellas carreteras, desde que te sorprendiera un incendio hasta que te asaltaran unos soldados”.
A nivel de fe, era testigo de “un gran movimiento. Había unos 300 catequistas y unos 200 bautizos al año. Muchos por agradecimiento a nuestra labor. Recuerdo que salvamos a una mujer en un parto de gemelos. Ya tenía a otros 10 hijos y costó, pero salió adelante. Al domingo siguiente, vino toda la familia a la iglesia y dejó en el ofertorio todos sus símbolos paganos, convirtiéndose al cristianismo. Era una familia amplia…, comandada por el esposo, que era polígamo y venía con todas sus mujeres. Para bautizarles debían abandonar la poligamia, pero sí hacían vida de fe. Y no eran pocos los polígamos que se convertían; algunos, incluso, ¡con más de 100 mujeres!”.
Fue un tiempo “de gozo, maravilloso”, pero siempre condicionado por la guerra. En 1978, saquearon su comunidad y las dejaron sin nada, teniendo que salir fuera del país unos meses. Pudieron volver y estar ocho años más, hasta que su congregación la mandó a Camerún. Se fue con la alegría de conseguir la erradicación de varias enfermedades, como la viruela o la lepra.
En Camerún estuvo en una población mucho más grande, en Sir, en una región de montaña. “Contaba con un equipo –ilustra– de ayudantes, a los que mandaba a formarse a Yaoundé. La diócesis estaba muy implicada y contábamos con varias farmacias y centros de salud repartidos en varios puntos. Desarrollamos un buen programa en atención a los leprosos, pero, al sufrir unos cuantos asaltos, nos mudamos a la ciudad más cercana, Mokolo”.
Allí, además de sus charlas de formación a líderes comunitarios, le marcó una pastoral muy especial: “Visitaba a los presos en la cárcel. Era un penal con capacidad para 80 personas, pero había más de 800. Había celdas con 20 internos y tenían que turnarse para dormir. Era muy duro. Les llevaba medicinas, ropa y comida. Muchos estaban enfermos de sarna. Formé a dos voluntarios y creamos un medicamento con aceite de motor, azufre, petróleo y jabón… ¡Y se curaban!”.
Con todo (Martínez cogió varias enfermedades), ella era allí muy feliz. Pero, entonces, la llegada de Boko Haram a la zona acabó con todo: “Tras varios secuestros a religiosos, vino el embajador a vernos y nos dijo claramente que estábamos en la zona roja y que, si nos secuestraban, ellos no pagarían un rescate, teniendo que hacerse cargo la comunidad. Al no poder hacer frente, la congregación nos sacó de allí. Tuvimos que marcharnos a la carrera, quemando muchas de nuestras cosas en una hoguera de despedida”.
Tras un breve tiempo en Yaoundé, la misionera volvió a Madrid en 2014. En un reciente encuentro con Vida Nueva, intuía que ya no volvería a pisar el continente negro. Pero nada hacía pensar que, apenas unas semanas después, moriría afectada de coronavirus. Tras toda una vida derribando molinos de viento y dedicada a ser semilla que da fruto, Carolina Martínez, con toda certeza, ya respira el cielo de su África amada.