Primera misa fuera del Vaticano del papa Francisco desde que la pandemia del coronavirus trastocó la vida en el planeta. Y lo ha hecho en un lugar de especial significación en este segundo domingo de Pascua, conocido también como “in albis”: en la iglesia del Espíritu Santo en Sassia, a pocos metros de la columnata de Bernini, convertido en centro de peregrinación desde el año 2000 por el papa Juan Pablo II, cuando instituyó la Fiesta de la Divina Misericordia, coincidiendo con la canonización de la religiosa polaca Faustina Kowalska.
Jorge Mario Bergoglio, bajo la imagen del Jesús Misericordioso –una copia del cuadro dictado por sor Faustina después de una visión, a petición del mismo Cristo, y conservado en el santuario de Lagiewniki, un suburbio de Cracovia– presidió una misa sin fieles, acompañado por el rector del templo, el sacerdote polaco, Jozef Bart, y en donde invitó a no tener miedo y a confiarse a la misericordia amorosa del Padre.
El pasaje evangélico de aquella “incredulidad temerosa” de los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, dio pie al Papa para hablar de las miserias de cada uno. Y así, recordó cuando sor Faustina le dijo a Jesús, con satisfacción, que le había ofrecido toda su vida. “Pero la respuesta de Jesús la desconcertó: ‘Hija mía, no me has ofrecido lo que es de verdad tuyo’. ¿Qué había retenido para sí aquella sagrada religiosa? Jesús le dijo amablemente: ‘Hija, dame tu miseria’”, subrayó Francisco.
La mano que siempre levanta
“También nosotros –prosiguió el Papa– podemos preguntarnos: ‘¿Le entregué mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?’. ¿O hay algo que todavía miro adentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada”. Por eso, instó a confiar y no temer, como al final hicieron los apóstoles, porque “la mano que siempre se levanta es la misericordia. Dios sabe que, sin misericordia, nos quedamos tirados, en el suelo, para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie”.
Francisco invitó a reconocer la propia fragilidad y miedo, también en estos tiempos del COVID-19, para que también, como hicieron los apóstoles finalmente, dejemos brillar la misericordia del Señor “que brilla en nosotros y, por medio nuestro, en el mundo”.
“Ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. Y el riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el de un egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí”, advirtió el Papa.
Inmolar en el altar del progreso
“Se parte de esa idea –argumentó el Pontífice– y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Sin embargo, esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren, todos son iguales de frágiles”.
De ahí que Francisco hizo votos para que los hechos que estamos viviendo en todo el mundo “nos sacudan por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que minan de raíz la salud de toda la humanidad”. Por eso, recordó el pasaje evangélico en el que “los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno” (Hch 2,44-45). “No es ideología, es cristianismo”, destacó rotundo.
La pandemia como oportunidad
Finalmente, Francisco invitó a no pensar “solo en nuestros intereses, en intereses particulares”, por lo que pidió que “aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos, porque sin una visión de conjunto, nadie tendrá futuro”, e invitando, de nuevo, a que “seamos misericordiosos con el que es más débil. Solo así reconstruiremos un mundo nuevo”.