America Magazine, la revista referencia de los jesuitas en Estados Unidos, ha dedicado un interesante artículo a uno de nuestros escritores paradigmáticos de nuestra historia contemporánea. Titulado ‘La inquietante historia de Miguel de Unamuno sobre un santo sacerdote que ya no cree’, el texto de Michial Farmer reivindica ‘The Clergy Project’) ‘El Proyecto del Clero’), una iniciativa local que ayuda y acompaña a presbíteros que pierden su vocación y su creencia íntima, tratando de encontrarles un puesto de trabajos y prestándoles un sostén emocional “durante lo que debe ser una de las transiciones más difíciles que una persona puede atravesar”.
Y es que, recalca Farmer, “ser ministro ordenado incluye la sensación de que uno ha sido llamado sobrenaturalmente al ministerio. ¿Qué hace una persona que deja de creer en lo sobrenatural con la llamada sobre la que se ha construido su vida?”.
“El ex ministro –prosigue el autor– no solo está cambiando de carrera (lo que también está haciendo, y podría no haber sido preparado para hacer otra cosa), también está cambiando de un modo completo su autoconcepción. Una vez fue ministro del Evangelio, portador de la verdad más elevada que existe; ahora, la búsqueda de esa verdad le ha llevado a ver una vida entera como una mentira. Los creyentes tienden a sentir traición cuando sus ministros pierden la fe, pero también debemos sentir compasión por ellos”.
En este sentido, uno de los datos más significativos que ofrece el artículo es que, ahora mismo, el Proyecto del Clero acompaña a alrededor de 1.000 hombres; de ellos, unos 250, la cuarta parte, continúan siendo sacerdotes… Consagrados que reconocen haber perdido la fe.
Es aquí cuando Farmer, en busca de claves para comprender este fenómeno, acude a ‘San Manuel Bueno, mártir’, publicado por Miguel de Unamuno en 1931 y protagonizado por un sacerdote que esconde a su pueblo su gran secreto: no cree en Dios. La obra “puede ayudarnos a resolver los sentimientos del ministro incrédulo, particularmente, del que permanece en el ministerio incluso después de perder la fe”.
“Unamuno –lamenta– ha sido olvidado en la mayoría del mundo de habla inglesa, pero fue uno de los intelectuales españoles más importantes del siglo XX y una figura importante (junto a Kierkegaard, Gabriel Marcel o Paul Tillich) en lo que podríamos llamar existencialismo cristiano. Sin embargo, su cristianismo estaba en conflicto hasta el punto de que podría no ser exacto llamarlo cristiano. Ciertamente, estaba disgustado por la alineación de la Iglesia española con las fuerzas políticas antiliberales, pero también creía que la muerte de su hijo [Raimundo falleció de niño por hidrocefalia] era un castigo por el abandono del catolicismo”.
“Parece –opina el autor– que nunca pudo tener el tipo de fe que quería; lo mejor que pudo manejar fue el abrumador deseo de que Dios existiera, de que el alma fuera inmortal, de que las cosas que creía cuando era un niño devoto fueran ciertas. (…) El resultado es una figura melvilliana que no podía creer ni estar satisfecha con la incredulidad, un santo perfecto para el siglo XX, que rechaza a Cristo al que atormenta Cristo”.
Tras ahondar en el perfil íntimo de los principales personajes (Ángela, creyente sincera a la que acongoja el secreto del sacerdote, pero al que acaba definiendo como su “padre espiritual”; su hermano Lázaro, anticlerical declarado y que, sin embargo, fascinado por su bondad, acaba asumiendo su apostolado a su muerte; y, por supuesto, nuestro cura sin fe), Farmer acaba cuestionándose esto acerca del protagonista: “¿Qué podría ser más fiel que cumplir la vocación de uno incluso cuando se siente vacío y inútil?”.
Para apoyar este argumento, el autor acude a una santa icónica de nuestro presente: “Uno recuerda a santa Teresa de Calcuta, que pasó décadas sirviendo a los pobres a pesar de un sentimiento persistente y devastador de la ausencia de Dios. ‘En mi alma –escribió en una carta– siento ese terrible dolor de pérdida, de que Dios no me quiera, de que Dios no sea Dios, de que Dios realmente no exista’. Cuando sus dudas se hicieron públicas una década después de su muerte, sus detractores aprovecharon la oportunidad para regodearse, argumentando que este supuesto modelo de la fe cristiana no tenía una fe propia. Pero, ¿qué podría ser más fiel que cumplir la vocación de uno, incluso cuando se siente vacío e inútil, durante cuatro décadas? La paradoja de la vida de santa Teresa es que su duda casi absoluta era prueba de su fe. Así puede ocurrir, quizás, también, con el padre Manuel”.
Al final, lo que retumba es esta pregunta, viva para todos los que aseguran vivir en clave creyente: “¿Tienes derecho a llamarte cristiano?”. Tras este dardo al corazón del alma, Farmer va más allá: “Esa, creo, es la pregunta que Unamuno quiere hacer al creyente a través de esta historia. Excepto quizás por el más grande de los santos, todos vivimos en una dialéctica de fe y duda”.
“En última instancia –concluye el artículo–, no sabemos ni podemos saber qué está sucediendo en los recovecos más profundos del clérigo que pierde su fe sin abandonar su vocación. Y, seguramente, es significativo que sea san Judas quien aparezca aquí [en el último párrafo del libro de Unamuno] como una bendición: el santo patrón de las causas perdidas, de las cosas, como dice una oración, ‘casi desesperadas’. Quizás, el sacerdote incrédulo simplemente se ha negado a desesperarse por completo. Solo Dios sabe”.