Testigo de Dios ante el coronavirus y “en esta tierra de grades estepas y de cielo azul”, Esperanza Becerra, misionera de la Consolata, lleva desde 2011 en Mongolia, adonde llegó siguiendo los pasos de los primeros impulsores de su congregación en el país asiático, en 2003. “Me da gran alegría –confiesa– saber que Dios cuenta conmigo. Es una constatación en el diario vivir que me llena de entusiasmo para continuar el camino, dando testimonio de amor, bondad, compasión y consolación”.



“Esto es lo que recibo –prosigue– y lo que puedo compartir en esta realidad de Mongolia, donde la Iglesia es muy joven. Podríamos decir que ha cumplido 27 años, los que van desde 1992, cuando la nueva Constitución del país pasó a garantiza la libertad religiosa. Desde entonces, se inició la reconstrucción de la Iglesia católica”.

De hasta cinco países

Su comunidad de la Consolata está conformada por “hombres y mujeres consagrados provenientes de Colombia, España, Kenia, Tanzania y Etiopía. Trabajamos juntos tratando de vivir la misión con sencillez en una comunión de fe y vida. Servimos a la Iglesia naciente de Mongolia al anunciar el Evangelio a quienes no lo conocen, en diálogo con creyentes de otras religiones y tratando de ser una presencia de consuelo entre los más necesitados”.

Desde hace tres años y medio, han iniciado “una nueva presencia en Chingiltei, un barrio en la periferia de la capital de Mongolia, Ulaanbaatar. Aquí impulsamos una iniciativa de apoyo escolar para niños y niñas, aportando estudio, tareas y actividades extraescolares (juegos, pintura, clases de ingles, guitarra, danza…). Los inviernos son muy largos (hasta seis meses) y muy fríos. Ahí es donde palpamos que el pueblo mongol es muy fuerte y austero, sabe vivir con poco”.

A través de Internet

En este tiempo de prueba a causa del coronavirus, tratan de seguir las clases por Internet, su único modo de “llevar adelante la inserción en la nueva presencia de la periferia”. Aunque, lamenta Becerra, “estamos muy limitados, pues no se permiten encuentros; solo el servicio de la caridad y la oración”.

Su experiencia, reconoce, se va moldeando muy poco a poco: “Es un gran proceso de inculturación muy lento, de conocimiento de esta realidad, de compartir en todo lo que soy, de animar, de apoyar, de estar plenamente presente con los que encontramos y de creer que la semilla del Reino está aquí, por lo que hay que irla descubriendo para cultivarla”.

Respeto por la naturaleza

En este sentido, “admiro mucho el gran respeto por la naturaleza que nuestra gente demuestra. Están seguros de que el amplio horizonte que se puede disfrutar y el aire puro que se respira en el campo de la extensa estepa es salud para todos. Así que, ante la pandemia, muchos de los ancianos, niños y jóvenes se ha ido al campo para vivir este período”.

Ante ello, a ellos solo les queda acompañar todo lo que ven: “La experiencia de Dios nos reta a descubrir al otro y a mirar la humanidad con sus sentimientos y, sobre todo en este tiempo de coronavirus, percibir el dolor, el sufrimiento como algo nuestro, y hacernos portavoces invocando a Dios su ayuda”.

Compromiso en lo social

“La realidad –añade– de la Iglesia en Mongolia es tan pequeña y nueva que es como una planta que está creciendo y que nos sorprende con sus nuevos retoños, flores y frutos. Y nosotros, como Iglesia, desde el inicio hemos apostado por el compromiso en lo social, como se refleja en la actividad de promoción humana, la atención a los pobres con diversos proyectos en educación y salud, la acogida de los niños abandonados, el apoyo a la agricultura, el sostén hacia las mujeres, las becas de estudio, la iniciación al trabajo o la ayuda a los jóvenes para el estudio”.

Una labor que da frutos, también espirituales: “Cotidianamente, somos testigos de cómo el anuncio del Evangelio genera nuevos creyentes que, a su vez, forman una comunidad y se convierten en pequeñas luces dentro de la sociedad. Somos testigos en primera persona de esta frescura de la novedad del Evangelio, del escándalo que provoca la conversión. Esta es la belleza de una Iglesia que nace, que trata de encontrar el propio lugar en la sociedad y de lo que el Espíritu suscita y que nadie podía programar. El encuentro entre el Evangelio y una cultura que siempre estuvo lejana es algo bello, transformador, fascinador.

La pandemia, controlada

Por ahora, el coronavirus, cuyo primer positivo se registró el 10 de marzo, no se ha descontrolado en el país, donde hay 36 contagiados. “Todos ellos –precisa–, casos importados: cuatro extranjeros y 32 mongoles que volaron desde el extranjero. No hay casos de propagación comunitaria”. Pese a ello, “el Gobierno de Mongolia, todas las agencias de emergencia y las organizaciones de salud están trabajando duro y operan las 24 horas para prevenir el virus desde el 27 de enero”.

Así, el Ejecutivo “ha cortado el acceso a todos los países y, aunque no estamos confinados, se han suspendido las clases en las escuelas y las actividades pastorales. Misas, rosarios, espacios de formación para jóvenes y catequesis… Todo se desarrolla por Internet”.

Dimensión más profunda

En este momento de suspenso total, “uno se da cuenta de que, ante todo y más allá de lo que podamos hacer en términos de proyectos y actividades, hay una dimensión de la entrega que sucede de un modo más profundo. Aunque el andamiaje externo no esté, uno vuelve a descubrir que la misión, antes de ser una actividad, es algo que se realiza desde la dimensión del espíritu. La Iglesia está muy empeñada en la caridad, ayudando a los más necesitados y en la oración. El trabajo interior debe ser nuestro aliado para desafiar, no al coronavirus, sino al virus más peligroso que existe en la tierra, que es el miedo. Estamos llamados a ser personas que animan la confianza, la paciencia, la solidaridad y la esperanza de que este virus pasará y llegarán tiempos mejores”.

“Es tiempo –profundiza– de fe, de amor, de compasión y de solidaridad; tenemos que entrar en contacto con lo sagrado y estar en unidad con los valores superiores, para lograr una armonía y restablecer el equilibrio roto por el egoísmo y el odio. Todo lo que está ocurriendo nos debe hacer reflexionar para mostrarnos algo que, de otra manera, no podíamos ver

“La experiencia –concluye Beceraa– del encuentro con Dios fortalece mi fe y me doy cuenta de que es el regalo más lindo que he podido heredar de mis padres. Y, al mismo tiempo, es una tarea para cultivar, madurar, hacer mía y compartirla en mi diario vivir. Este tiempo de coronavirus, aunque vía Internet, nos está dando nueva oportunidad para compartir y ayudar”.

Fondo de emergencia

Estas misioneras son un fiel ejemplo de la Iglesia en salida a la que el Papa quiere ayudar en un momento de gran dificultad. De hecho, Francisco ha creado un fondo de emergencia misionero con 700.000 euros para paliar el coronavirus. Estos recursos se distribuirán por medio de Obras Misionales Pontificias (OMP) en los territorios de misión más necesitados como consecuencia de la pandemia.

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Alicia Ruiz López de Soria, ODN







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