Una gran cantidad de desinformación fluye en internet. Este fenómeno parece haberse incrementado durante la pandemia de COVID- 19. Para comprender las causas y los efectos de la desinformación en la Iglesia católica entrevistamos a Rodrigo Guerra López, Doctor en Filosofía por la Academia Internacional del Principado de Liechtenstein; fundador del Centro de Investigación Social Avanzada, miembro de la Academia Pontificia por la Vida, colaborador del Dicasterio de Desarrollo Humano Integral y miembro del Equipo Teológico del CELAM.
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Pregunta: En la actualidad se habla mucho de “post-verdad”. ¿Qué es la post-verdad?
Respuesta: Existe todo un debate en torno de la post-verdad. Este concepto se popularizó a partir del año 2010 y tiene aparejados otros compañeros de viaje, como “postdemocracia”, “fake news” y similares. En mi opinión, la palabra “post-verdad” quiere indicar el reino postmoderno de la apariencia fracturada de la realidad. Es esa cultura, ese lenguaje, esa actitud que hace indistinguible la verdad de la no-verdad; es trivializar los hechos e inflar las percepciones a partir de recursos “verosímiles” pero no “verdaderos”. Es la acentuación unilateral de la emotividad como sustituto del rigor racional. Y lo más peligroso, la post-verdad, es el terreno ideal para la catálisis de la pseudo-ciencia y del extremismo, basados en las pasiones a costa de los argumentos.
P.- ¿Qué importancia tiene la post-verdad para los católicos y la Iglesia en general?
R.- La Iglesia no se encuentra al margen de los procesos sociales y culturales de nuestro tiempo. Los católicos no nos encontramos en un “mundo aparte” sino sumergidos en un “cambio de época” cuya naturaleza es “cultural” como dicen Aparecida y el papa Francisco. Por eso, al interior de la vida de la Iglesia se presentan también fenómenos de post-verdad, es decir, de desinformación masiva altamente desorientadora que regalan sucedáneos de verdad y confunden las percepciones de mucha gente buena.
P.- ¿Qué ejemplos podemos encontrar a este respecto?
R.- Miremos, por ejemplo, las grandes controversias que se han suscitado en torno al Pontificado del papa Francisco. Ya sea al discutir “Amoris laetitia”, el Sínodo Panamazónico o la “Economía de Francisco”, en algunos ambientes los hechos quedan desplazados por teorías de la conspiración, por prejuicios y aún por irreverencias que se arrojan como piedras en primera instancia, sustituyendo al Kerygma. Existen ambientes en que la cultura de la sospecha combinada con un fideísmo postmoderno -ya sea conservador, ya sea liberal– buscan neutralizar el peso no sólo del Magisterio Pontificio o de aspectos centrales de la fe, sino las mismísimas acciones y signos empíricos ya sea del Papa, ya sea de la Iglesia en general.
P.- Hace unos días, Massimo Faggioli ha afirmado que el dinamismo de este pontificado ha comenzado a declinar debido a que las presiones conservadoras parecen lograr algunos de sus objetivos en el papa Francisco. ¿Qué opinión tiene de esta evaluación?
R.- Massimo Faggioli es un amigo. Historiador competente y profundo. Me simpatizan mucho algunos de sus textos. Sin embargo, en esta ocasión creo que es inexacto el balance que realiza del papado tal y como apareció en su artículo publicado en La Croix. El pontificado de Francisco no está menguando. El criterio de avance o retroceso, de éxito o de fracaso, del ministerio petrino no es la idea que yo tengo sobre cómo debe ser la Iglesia, por perspicaz que esta sea, sino la docilidad que el Papa tenga a la gracia y a la voz de Dios que se manifiesta en los signos de los tiempos y en el Pueblo. Dicho de otro modo, sin dudas el Papa tiene que tomar muchas decisiones que podrán ser afortunadas o desafortunadas desde un punto de vista estratégico o pragmático. Sin embargo, su pontificado servirá al plan de Dios si más allá de las presiones de un lado o del otro, en el silencio, discierne qué quiere el Señor. Francisco no es el vector resultante de un conjunto de presiones. El grado de presión de tirios y troyanos creo que es directamente proporcional a su grado de mundanidad, es decir, a su comprensión de la Iglesia como juego de poder, como guerrita entre facciones.
P.- Pero en la Historia de la Iglesia existen juegos y rejuegos de facciones ¿no cree usted?
R.- Los seres humanos habitamos desparpajadamente en la Iglesia y hacemos su Historia. Sin embargo, el problema es creer que la lógica del poder es el criterio hermenéutico del misterio eclesial a través del tiempo. Desde sus orígenes y hasta el día de hoy, hay quienes piensan como Charles Maurras: para interpretar la realidad de la sociedad o de la Iglesia hay que anteponer la política, la “estrategia” («politique d’abord»). Es el mundo de quienes dicen: “es mejor sospechar” y buscar interpretar las cosas como juego de poder. De este modo, cualquier cosa que pase en la Iglesia, tiene que ser descifrado en la tensión de los conflictos, de las confrontaciones, de los intereses, de los conciliábulos palaciegos y sus “proyectos”. Este es el corazón de la “teología política” y de todos los esfuerzos que han buscado que el poder tenga una justificación religiosa y que la Iglesia posea un brazo largo de alcance político.
P.- ¿Cómo entiende la “teología política”? ¿Qué problema involucra?
R.- Miremos a Carl Schmidt y a Giulio Girardi, a Julio Meinvielle y a Hugo Assmann, a Plinio Correa y a Camilo Torres. Aparentemente opuestos pero misteriosamente aliados en un punto: la primacía del poder y de “lo político”. En estos autores la historia es interpretada a través de conspiraciones. Ante la aparente ineficacia o lentitud de la gracia, es preciso imaginar un vehículo para hacer eficaz el Reinado social de Jesucristo. Poco importa si es la acción revolucionaria o la lucha contrarevolucionaria, los “cristianos por el socialismo” o la Tacuara. En todas estas posturas, el culmen de la vida cristiana descansa más en el triunfo político de los cristianos que en la vida santa, tal vez asociada al fracaso y a la humillación.
P.- ¿Quiénes lo han inspirado a Usted para hacer esta interpretación? ¿No es acaso legítimo pensar teológicamente lo político?
R.- Quienes mejor han detectado en los últimos cien años la grave deformación de la fe y de la vida política en estas y otras posturas similares, han sido Erik Peterson, Joseph Ratzinger y Massimo Borghesi. Ellos no son partidarios de un espiritualismo que los coloque como ajenos a la Doctrina social de la Iglesia o al testimonio católico de los políticos. Sin embargo, saben bien, que la política –por sana que sea– no salva. Y que el poder no es la categoría hermenéutica fundamental para interpretar, por ejemplo, la “Ciudad de Dios” de San Agustín o al papa Francisco. La “teología política” es la mediación del poder y del cálculo estratégico para afrontar el desafío de la fe. La “teología de lo político” es otra cosa. Es la lectura de fe que se puede realizar sobre la vida social y hasta política sin disolver lo específico cristiano. Es una simpatía fundamental por todos los caminos humanos encaminados a la construcción del bien común, no a partir de un compromiso ideológico-político previamente asumido, sino a partir de la fidelidad al modo cómo Dios mismo se ha acercado a toda la condición humana a través de la Encarnación. En este espacio, es donde habita la verdadera Doctrina social de la Iglesia y una parte importante del pensamiento social cristiano. Inmediatamente se me vienen a la mente los nombres de grandes maestros que han hecho contribuciones para una comprensión adecuada de lo social, de lo cultural y de lo político: Augusto del Noce, Alberto Methol Ferré, Rocco Buttiglione, Lucio Gera, Guzmán Carriquiry y Juan Carlos Scannone, entre otros.
P.- En la actualidad, ¿cómo el clima de post-verdad afecta las interpretaciones del mundo y de la Iglesia? Los sectores más conservadores parecieran manifestar desacuerdos de fondo con el Papa en varios temas. ¿Son ellos también víctimas de la post-verdad?
R.- En la Iglesia siempre han existido discusiones, algunas de ellas apasionadas y apasionantes. Sin embargo, el irracionalismo postmoderno ha penetrado gradualmente por muchos ductos al interior de la Iglesia. Déjeme explicar un poco cómo se ha dado el proceso. A principios del siglo XX quienes con una lectura antimoderna se oponían al mundo, lo hacían desde Santo Tomás de Aquino. Estudiaban a fondo al Angélico Doctor y se confrontaban directamente con el “evolucionismo”, el “modernismo”, el “liberalismo”, etc. Pensemos, por ejemplo, en las críticas a la modernidad realizadas por Garrigou-Lagrange. Ni Maritain sobrevivió a su espada. Cuando llegó el Concilio Vaticano II, las atmósferas antimodernas, ultraconservadoras, lucharon en contra de la reforma conciliar apelando al Magisterio, por ejemplo, de San Pío X. El tomismo quedó un tanto desplazado y lo que emergió fue una lectura parcial y tendenciosa de las enseñanzas de los Papas anteriores a Juan XXIII. En este renglón están las típicas argumentaciones lefebvristas y sedevacantistas.
P.- ¿Cómo es hoy en día todo esto?
R.- En la actualidad, se ha dado un paso nuevo en los ambientes ultraconservadores. Una parte importante de la oposición anti-Francisco no apela al Magisterio y mucho menos a Santo Tomás –que lamentablemente no estudian ni en defensa propia–. Apela a la pura tradición en sentido no solo reducido sino imaginario. De nada sirve que se les recuerde la muy tradicional idea de que la “Tradición” no es un monolito estático sino una realidad viva como enseñaba mi maestro Josef Pieper o los Padres de la Iglesia. Para el nuevo conservadurismo radical, el Papa está mal si no responde a lo que ellos “creen” que está “tradicionalmente” bien. Si nos fijamos, esta postura sustituye la verdad por una versión deslactosada de la Tradición. En este contexto, no es raro que aparezcan puntos de referencia espúreos que a partir de narrativas fantásticas sobresimplifican fenómenos complejos. Hoy los católicos en las redes sociales, por ejemplo, estamos sufriendo la invasión de fuentes de desinformación y creación mitológica con el fin de polarizar los ambientes y justificar alguna estrategia, algún combate moral, alguna acción “contra-revolucionaria” o la simple oposición a Francisco.
P.- ¿A qué se refiere con “puntos de referencia espúreos”?
R.- Han aparecido, aquí y allá, personajes que, con algunas publicaciones de alta divulgación, con algunos videos, con algún “power point” acompañado de desplantes discursivos, intentan convencer a los católicos de que la verdadera historia no es la que acontece a la vista de todos sino la que subyace oculta en grupos e instituciones que forman parte de un “gobierno mundial” secreto, de alguna conspiración neomarxista o del judaísmo internacional. Es el viejo fenómeno de las “teorías de la conspiración” que de cuando en cuando reaparecen al interior de la Iglesia y no sólo en ella. El método para presentar sus ideas casi siempre es el mismo: mezclan verdades, medias verdades y falsedades, unidas no por conexiones causales estrictas sino por asociaciones más o menos arbitrarias de personas, de ambientes, de lenguajes o de circunstancias. Simplifican lo complejo y crean algún tipo de chivo expiatorio, de enemigo real o imaginario, que es preciso vencer.
P.- ¿Nos podría poner un ejemplo de este afán simplificador?
R.- Los defensores de las teorías de la conspiración, bajo nombres genéricos agrupan fenómenos muy diversificados. Por ejemplo, algunos hablan de la “izquierda” como si fuera un monolito, un movimiento con una única estrategia (secreta) sin entender que existen muchísimas “izquierdas” no siempre afines entre sí. Otros prefieren utilizar la expresión “Nuevo Orden Mundial” hipostasiándola a tal grado que luego de treinta minutos uno queda con la sensación de que están hablando de algo cuasi-substancial, de algo que realmente existe como una organización con jefes, planes y disciplina. Otros más gustan de hablar de la “Teología de la liberación” sin señalar sus múltiples tendencias y mucho menos las palabras de aliento que San Juan Pablo II ofreció para purificar y animar en diversos momentos su maduración. Este tipo de aproximaciones, unas más intraeclesiales, otras más políticas, son casi indestructibles porque el combustible que las dinamiza es el prejuicio, el compromiso ideológico previo, y la flojera que les provoca a sus promotores reconocer que la realidad es compleja.
P.- ¿Nos podría explicar esto último? ¿Por qué son “casi indestructibles” las teorías de la conspiración?
R.- Cuando una teoría de la conspiración identifica, por ejemplo, que el judaísmo internacional es el causante principal de los males del mundo busca alguna una prueba de ello. De repente, aparece el dato verdadero de que George Soros promueve el aborto, el matrimonio homosexual y es de origen judío. Así, la teoría de la conspiración queda probada. De nada sirve que se le diga al interlocutor que se ha realizado una falsa inducción. Pero lo más interesante es que, si la tan buscada prueba no se descubre, la teoría de la conspiración también resulta verdadera porque para sus defensores, los judíos actúan en secreto y no son fácilmente identificables. Si a un eventual defensor de estas ideas se le presiona un poco, rápidamente explica que los judíos asesinaron a Jesucristo hace 2000 años, que el odio de los judíos contra la civilización occidental-cristiana es de tipo teológico y que ahí reside el “misterio de iniquidad”. Finalmente, si respondemos a esto que el Catecismo Romano promulgado por el Concilio de Trento afirma que los causantes de la muerte de Jesucristo somos más nosotros con nuestros pecados personales que los judíos, nuestro interlocutor nos dirá probablemente que estamos mintiendo, aunque esto aparezca en el parágrafo 11 del artículo IV sobre el Credo. Más o menos así, las teorías de la conspiración resisten, se reproducen y se multiplican con un grado de irracionalidad pasmosa.
P.- Este fenómeno de desinformación y de distorsión teológica ¿es de origen reciente o tiene antecedentes históricos?
R.- La historia de las teorías de la conspiración en el mundo católico es muy antigua y no es fácil de explicar rápidamente. Al menos hay que remontarnos a la época de la revolución francesa en la que algunos sectores de la Iglesia identificaban de manera más o menos consciente al “Antiguo Régimen” con la civilización cristiana. La caída de Luis XVI y la locura revolucionaria fácilmente invitaron a algunos a crear hipótesis explicativas de corte teológico-histórico sobre la naturaleza de la Revolución. Joseph De Maistre, católico, daría inicio a una de las hipótesis más populares, la denominada, “teoría de la Revolución anticristiana” en la que eventualmente los masones ocuparán un lugar importante para interpretar la caída de la cristiandad. Algo que no les gusta reconocer a los herederos de estas ideas es que el propio De Maistre era masón, tal y como ha quedado documentado en la compilación de sus escritos sobre esta agrupación secreta publicada por la editorial Slatkine (Ginebra), hace algunos años.
Tiempo después, estas teorías se reforzarían gracias a la actividad filosófica, cultural y política de las masonerías en toda Europa y América Latina. Así surgiría en el siglo XIX y comienzos del XX una gran cantidad de literatura contra-revolucionaria, anti-semita y anti-masónica. Los masones por supuesto muchas veces actuaron y actúan realmente contra la Iglesia. Sin embargo, las explicaciones católicas de este fenómeno no siempre fueron las más afortunadas y tienen sus momentos simpáticos. Uno de los autores católicos más famosos a finales del siglo XIX, que denunció ceremonias y ritos masónicos de distinto tipo a través de sus numerosos libros, fue Gabriel Jogand-Pagés, conocido bajo el pseudónimo de Leo Taxil. Luego de volverse famoso entre obispos y cardenales por sus libros, un buen día de 1897, organizó un evento en la Sociedad Geográfica de París para presentar a una supuesta “sacerdotisa de los masones”. Obispos, sacerdotes y fieles laicos interesados en la “conspiración masónica” abarrotaron el lugar. Al llegar el momento culminante, Jogand-Pagés tomó la palabra y frente a todos reconoció que sus libros eran fantasía, que había inventado muchas de sus historias y que agradecía la pasión de sus lectores que le habían permitido vivir de manera holgada durante un tiempo. Cuentan los testigos que huyó por la puerta trasera del local a causa del enojo del “público conocedor”. Taxil, de inmediato, fue acusado de haber sido “comprado” por el enemigo.
P.- ¿Este tipo de cosas sigue pasando en la actualidad? ¿Existen de verdad personajes así?
R.- Con todas las diferencias de época y de lugar, la desinformación continúa ocurriendo con los discípulos de este submundo. Lo peculiar es que las herramientas que algunos de ellos utilizan tienen en la actualidad alcance global y se insertan en el fenómeno de lo que podríamos llamar la “sociedad de la desinformación”. Una gran cantidad de bulos fluyen por WhatsApp, Facebook y YouTube sobre las más diversas cuestiones. El asunto no es menor ni trivial por el desconcierto que siembran en agentes de pastoral y personas buenas, carentes de formación histórica, política, filosófica o teológica. A veces la desinformación brota de algún piadoso pero desorientado sacerdote que malinterpretando los mensajes de la Virgen de Fátima anuncia que el mundo está a punto de acabarse. Otras veces es algún jovencito con estudios de Ciencia política que trata de resolver y disolver los principales problemas de la sociedad contemporánea afirmando que el origen de todo es el “marxismo cultural”. En otras ocasiones es alguna activista pro-vida que predica que el gobierno mundial secreto es presidido por la Reina de Inglaterra y que la pandemia del COVID- 19 es un fraude. En todos estos casos, con rostros solemnes y revestidos de una aparente seriedad, se siembran no solo errores doctrinales, históricos y políticos sino que se alimentan sutilmente suspicacias contra el Magisterio de la Iglesia y contra el Sucesor de Pedro.
P.- ¿Cómo fue que usted se interesó en conocer estos “submundos” y sus articulaciones?
R.- En la Universidad, hacia 1988, tuve un profesor de Historia de la Cultura que era un ferviente promotor y defensor de teorías de la conspiración. En sus clases nos señalaba a muchos autores, aunque no coincidía con todos: Maurice Pinay, Julio Meinvielle, Jean Ousset, Plinio Correa, Salvador Borrego. Nos mostraba libritos que denunciaban ya sea a la Comisión Trilateral, a los Bilderbergers y a grupos de lo más raros. Sus explicaciones eran sumamente seductoras. Todo parecía cuadrar. Todo era esférico y sin fisuras. Yo lo admiraba de corazón. Sin embargo, la Providencia me permitió acercarme a otro profesor, realmente experto en Ciencia política y en San Agustín. Gracias a su fidelidad a la Historia, a la Iglesia y al Papa había abandonado toda la pseudociencia de las teorías de la conspiración. Su nombre era Manuel Díaz Cid. Con gran paciencia fue desarmando las trampas mentales en las que yo a los 22 años estaba a punto de caer. El me ayudó a mirar a nuestra Iglesia –llena de claroscuros– con benevolencia. Y me mostró “puntos de referencia” no espúreos. El fue quien me invitó a mirar hacia Carriquiry, hacia Methol, hacia Gerardo Farrell, hacia Ratzinger. Muchos años después, en el año 2005, invité a mi querido y admirado Manuel Díaz Cid, a Jean Meyer y a Ricardo Antoncich SJ a escribir un libro conjunto que se intituló “Católicos y políticos: una identidad en tensión”. Sin saberlo yo, nuestro libro cayó en manos de Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires, quien lo publicó por su cuenta en la editorial Ágape y le puso un pequeño pero denso prólogo.
P.- El profesor Díaz Cid, entonces, logró salir de la post-verdad y de la desinformación. ¿Es así?
R.- En mi opinión, él logró trascender la ideología. Pero esto no lo obtuvo de un día para otro y sin sufrimiento. Su caso es realmente digno de estudio. Fue un gran intelectual católico que vivió con gran modestia y discreción prefiriendo siempre la verdad a la fácil gloria del mundo. Poco antes de morir, a comienzos del año 2018, Don Manuel me dijo que uno de sus sueños más grandes en la vida había sido escribir un libro que hubiera sido leído por un Papa. Nuestro librito de algún modo le daba cumplimiento a ese anhelo. En esa misma conversación, con lágrimas en los ojos, me dijo algo muy pertinente para el tema que nos ocupa. Trataré de citarlo lo más textualmente posible: “estoy muy consternado por ver cómo nacen nuevas generaciones de jóvenes integristas, que ‘dudan’ del Papa y creen en conspiraciones. Es como tener una fe invertida. No son fieles a un carisma, mucho menos a los más pobres, sino a una ideología”. (…) “El papa Francisco nos está corrigiendo a todos. Ojalá lo escuchemos. No lo dejes jamás.”
P.- Para no entrar en la ideología, para salir de la post-verdad, para no caer en las redes de las conspiraciones y las falsas explicaciones es necesario tener “puntos de referencia”. ¿Qué autores recomendaría usted para que alguien no se extravíe y entienda más y mejor el escenario actual y al papa Francisco?
R.- Hay autores católicos y no católicos altamente iluminadores. Sería muy largo, aunque interesante, explicar quién es quién y presentarlos brevemente. Sin pensarlo mucho creo que para encontrar luz que nos permita entender la crisis política, económica y cultural de nuestro tiempo es útil leer a autores como Daniel Innerarity, Fabrice Hadjadj, Alejandro Llano o Stefano Zamagni. En sociología contemporánea hace mucho bien estudiar a José Pérez Adán y a Pier Paolo Donati. Para descubrir el verdadero perfil del papa Francisco nada más sano que acudir a Victor Manuel Fernández, a Austen Ivereigh, a Antonio Spadaro SJ, a Andrea Tornielli y a Massimo Borghesi. Para releer la identidad profunda de América Latina y sus posibilidades hacia el futuro me parece que son útiles los libros de Guzmán Carriquiry, de Methol Ferré, algunos textos de Pedro Morandé y la extraordinaria obra de investigación histórica de Jean Meyer. En el mundo de la teología no se puede dejar de mencionar aún hoy a varios libros de Gustavo Gutiérrez, las obras de Juan Carlos Scannone, y por supuesto, a Rafael Luciani, a Carlos Galli, a Juan Luis Ruiz de la Peña, a Luis Ladaria, a Walter Kasper, a Bruno Forte y al propio Ratzinger. En filosofía es muy formativo estudiar a Platón, a Aristóteles, a Agustín y a Tomás. Pero no para hacer con ellos mera investigación filológica sino para aprender a pensar por uno mismo y así apreciar también a Max Scheler, a Paul Ricoeur, a Karol Wojtyla, a Jean-Luc Marion, a Miguel García-Baró, a Claude Romano, a Rocco Buttiglione, a Markus Gabriel y al amplio mundo del pensamiento latinoamericano con hombres como Mauricio Beuchot, Héctor Zagal o Guillermo Hurtado. Ahora bien, tal vez lo más decisivo, no es nada de esto sino la vida interior que los católicos podamos cultivar dejándonos provocar por la Palabra de Dios, por los Ejercicios de San Ignacio, por el Nican Mopohua y por la experiencia de la religiosidad popular de nuestros pueblos, sin la cual, muchas cosas se vuelven ideas puramente formales.
P.- Finalmente, le hago una pregunta compleja que le pido responda de la manera más compacta posible: ¿cómo leer la Historia? ¿La Iglesia tiene una lectura teológica del mundo en su decurso temporal?
R.- San Agustín, Vico, Guardini y otros han buscado leer la historia, las crisis de sus respectivos tiempos, y han redescubierto razones para la Esperanza. La Carta a Diogneto siempre ayuda y da claves de lectura. Ratzinger en sus libros sobre San Buenaventura, en su manual de Escatología y en “La unidad de las naciones” ofrece recursos muy importantes para aprender a leer el caminar de la humanidad al margen de las teorías de la conspiración. Bruno Forte, me parece, también puede ayudar mucho. Pero como me pide responder de manera sintética lo hago así: la clave de lectura de la historia nunca es la acción de los malos, los grupos siniestros o las conspiraciones. La historia hay que leerla a la luz de Jesucristo, de la intermediación de María a favor de la vida de los pueblos y de los Santos. En otras palabras, es la luz la que ilumina la oscuridad, no viceversa. Y la Luz, de hecho, ya ha ganado la batalla.