Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010) lo dijo –y lo escribió– siempre que tuvo oportunidad: “Me reconozco cristiano y católico, aunque, desgraciadamente no libre de dudas que en ocasiones me torturan”. Su catolicismo fue, al menos si se persigue su biografía literaria, el testimonio de un heterodoxo. Eso es: “Graham Greene nunca se desdijo de su fe católica, pero solía añadir, cuando se lo preguntaban, que él era como la legión extranjera en un ejército, es decir, ocupaba ‘posiciones extremas’, pero no por ello dejaba de pertenecer a ese ejército. Mutatis mutandis, algo parecido podríamos decir de nuestro don Miguel”, como lo describe el profesor Ramón Buckley.
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Ese “católico practicante que Delibes siempre había sido” –como lo perfila el propio Buckley–, sin embargo, suele describirse desacertadamente. A Delibes no es posible reducirlo tan solo, y más ahora que se celebra el centenario de su nacimiento, al que publicó Mi idolatrado hijo Sisí (1953), escrita “desde la más pura ortodoxia católica, al defender la familia numerosa y atacar el control de natalidad y al defender a la familia Sendín como exponente de la familia católica que se alza el 18 de julio en defensa de los ideales cristianos”, según Buckley. A Delibes, en cualquier caso, no le gustó que en el seno eclesiástico la novela se declarara como “moral”, porque él mismo estimaba que “aleccionaba” mucho más.
Crisis con la Iglesia
El Delibes católico se transforma, sobre todo, con el Concilio Vaticano II. Más bien, emerge realmente durante los tres años que dura el Concilio, y al que, como director de El Norte de Castilla, va a prestar un extraordinario seguimiento enviando a Roma, primero, a José Luis Martín Descalzo y, después, a José Jiménez Lozano. “Si decimos, por ejemplo, que Delibes nació, vivió y murió como católico nadie en su sano juicio podría discutir esta afirmación. Pero si no entendemos que esa fe, que siempre tuvo, fue transformando y forjando su propia identidad como persona entonces no habremos entendido quién fue, realmente, Delibes. Hubo momentos de profunda crisis en su relación con la Iglesia católica”, apunta Buckley. El crítico se refiere, por ejemplo, a la crítica en Ecclesia a Mi idolatrado hijo Sisí, que el autor rechazó vehementemente.
Al “cristiano nuevo” que busca en el Concilio Vaticano II la transformación de la Iglesia –más aún la española, inmersa en la dictadura– lo retrata en Cinco horas con Mario (1966). Mario, el protagonista, de hecho, es un trasunto de Jiménez Lozano. “Un hombre que lee la Biblia todas las noches, que se reúne con las comunidades protestantes de Valladolid para hablar y rezar juntos, pero que, sobre todas las cosas, participa de esa conciencia exacerbada de la que hacía gala el propio autor”, detalla Buckley. El crítico llega a decir que “el talante de estos cristianos nuevos, tal como les gustaba llamarse, estaba más cerca de luteranos y calvinistas que de la propia Iglesia española”.