“Es noble asumir el deber de cuidar la creación con pequeñas acciones cotidianas. (…) No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. (…) Estos comportamientos nos devuelven la propia dignidad, nos llevan a una mayor profundidad vital, nos permite experimentar que vale la pena pasar por este mundo.” No se sabe qué día de 2015 escribió estas palabras. Pero es posible que ese 24 de mayo, antes de terminar la encíclica, el Papa Francisco le diera un último vistazo. Tres semanas después, el mundo las conocería, junto al resto de la Laudato si’.
- LEE Y DESCARGA: ‘Un plan para resucitar’, la meditación del papa Francisco para Vida Nueva (PDF)
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
A Rosalie Calago, de cabello negro corto y ojos color ámbar, le hubieran gustado: la periodista de 45 años creía en la fuerza silenciosa y poderosa de las “pequeñas acciones cotidianas”. Gestos realizados no por una idea, sino para permanecer fieles a la propia humanidad. Por esta razón, ayudaba a los agricultores de la isla filipina de Negros a luchar con la palabra y la ley en defensa de sus tierras, amenazadas por los terratenientes locales. Los resultados “imperceptibles” no la desanimaban: nunca perdió ímpetu y, sobre todo, el buen humor.
Lamentablemente Rosalie no pudo leer las palabras proféticas de la Laudato si’. En las mismas horas en que se entregó el texto para publicar, una bala le rompió la vida. El cuerpo carbonizado fue encontrado al día siguiente, junto al de su esposo Endric, en la casa de Tacpao. Al igual que ella, al menos otros 83 testigos del compromiso femenino de proteger la casa común han sido asesinados en los últimos cinco años.
La masacre se concentra en América Latina y en el sureste asiático, Filipinas a la cabeza. África queda fuera por la dificultad de acceso a los datos. El mapa de la violencia es superponible al de las “fronteras extractivistas” situadas en el sur del mundo. Porciones de planeta vistas, en base a las lentes deformadas del paradigma dominante, como “despensas de recursos” para saquear. Tanques de almacenamiento de materias primas a bajo coste –y bajo grado de mano de obra–, para el mercado internacional. Territorios y pueblos son sacrificados sobre el altar del dios-beneficio-ilimitado para las empresas, nacionales y multinacionales, y sus “protectores” políticos.
El grito de la madre tierra
En tales contextos, prestar oídos, manos y corazón al grito de la tierra, madre y hermana, y de las gentes que la habitan –dar, rostro, aunque imperfecto, a la Laudato si’–, significa oponerse a intereses multimillonarios. Y el precio a pagar es alto.
Lupita –Guadalupe Campanur– sabía bien lo que arriesgaba cuando, en 2011, eligió convertirse en la primera mujer guardabosques del pueblo Cherán, en el Estado mexicano de Michoacán. Una región destrozada por las mafias del narcotráfico.
Durante años, estas últimas habían combinado el floreciente comercio internacional de coca con el comercio de madera valiosa. Los árboles habían caído, uno tras otro: todas las noches, entre 100 y 200 camiones salían del valle cargados de troncos. Junto con la tierra, el avance del crimen organizado. Asesinatos, reclutamiento forzado y extorsión estaban a la orden del día. Lupita también estuvo allí el día en que los nativos de Cherán pronunciaron su irrevocable “Ya Basta”. Y se rebelaron contra los narcos.
Dada la inercia o la connivencia de las autoridades, las cincuenta comunidades nativas se autoorganizaron y recuperaron los bosques ancestrales, transformados en desechos desolados por los cortadores ilegales. Las extensiones áridas comenzaron a cubrirse de pinos gracias al sistema local de gestión y vigilancia inventado por los Cherán. Junto con los otros “guardias indígenas”, Lupita vigilaba los árboles. Lo hizo hasta el 16 de enero de 2018, cuando fue secuestrada, golpeada y estrangulada en las afueras de Chilcota. Antes que ella, les había tocado a otros 18 nativos.
Guardianes de la naturaleza
“Aquí es muy fácil que te maten. Si seguimos adelante, es gracias a la fuerza que proviene de nuestros antepasados, el legado de miles y miles de años de resistencia, de la que estamos orgullosos”, dijo Berta Cáceres, activista Lenca, un pueblo de unas 400 mil personas en el oeste de Honduras. Los lencas se consideran los “guardianes” de la naturaleza. El agua –explicaba Berta–, contiene la esencia de la feminidad. Las mujeres de la etnia están encargadas de protegerla.
Durante más de un año, Berta durmió acampada a orillas del Gualcarque, al frente del grupo que bloqueaba el acceso al río. La determinación de los nativos empujó a los financiadores extranjeros del proyecto a rendirse. Y Berta recibió, en 2015, el Premio Goldman por el medio ambiente. Pero ni siquiera la fama internacional logró salvarla. El 2 de marzo de 2016, fue acribillada con balas en su cama de La Esperanza. Cuatro meses después, el 6 de julio de 2016, fue el turno de su amiga y compañera de estudios Lesbia Urquía.
También Dilma Ferreira da Silva combate contra los diques. La invasión de Tucuru, en la Amazonia brasileña, la había obligado a dejar su tierra, junto a 30.000 familias del Pará y a transformarse, aun siendo niña, en refugiada en su propio país. Dilma había experimentado el calvario de quien está eternamente “de más” porque ha perdido su lugar en el mundo. Pero en ella el dolor se había convertido en energía para reivindicar tutelas para todos los desplazados por los diques. El 22 de marzo de 2019, una puñalada, infligida después de horas de tortura, arrestó su corazón, el del marido, Claudionor, y del amigo, Hilton. Tenía 47 años y fue la primera activista asesinada en Amazonia en el año del Sínodo.
“Si sufres el calor planta un árbol, si amas la vida planta muchos árboles”, solía repetir Diana Isabel Hernández Juárez. No era una forma de hablar. Con una gorra de baloncesto y las manos con guantes de trabajo, sonríe rodeada de niños y adolescentes, alumnos o fieles de la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, donde era responsable de la Pastoral para la custodia de Creado. “Dios nos habla en las Escrituras y en la naturaleza’’, dijo a los niños que formaron la ‘brigada de reforestación’ que creó. Debía hablar de la Palabra y su encarnación en la Creación el domingo 7 de septiembre del año pasado, que la diócesis había dedicado a la Biblia. No pudo hacerlo. Durante la procesión de la vigilia, un aluvión de ametralladoras apagó su voz.