Con motivo del centenario del nacimiento de Juan Pablo II, Joseph Ratzinger, quien fuera uno de los principales colaboradores como prefecto de Doctrina de la Fe y luego su sucesor papal como Benedicto XVI, ha querido homenajearle con una carta remitida al Episcopado polaco.
Con gran cariño, el pontífice emérito rememora cómo era la Polonia en la que Wojtyla nació en 1920. Se trataba de una nación acostumbrada al sufrimiento –“dividida durante más de 100 años por las tres grandes potencias vecinas, Prusia, Rusia y Austria”–, pero que, “recuperada su independencia al final de la Primera Guerra Mundial”, vivía “una época llena de esperanza”. Eso sí, sin librarse de las ansias expansionistas de los dos gigantes vecinos, Alemania y Rusia, donde ya emergían los totalitarismos.
“En esta situación de angustia –asegura Benedicto XVI–, pero sobre todo de esperanza, creció el joven Karol Wojtyla, que perdió muy pronto a su madre, a su hermano y, finalmente, a su padre, de quien había aprendido una piedad profunda y cálida. El joven Karol era particularmente apasionado de la literatura y el teatro, y después de estudiar para sus exámenes de secundaria, comenzó a dedicarse más a estas materias”.
La juventud, en aquellos años convulsos de invasión nazi y soviética, transcurrió para el futuro pontífice entre su ingreso clandestino en el seminario y su trabajo como obrero en una mina, en Solvay. El Wojtyla que se ordenó sacerdote el 1 de noviembre de 1946 se configuró entre la formación y su propia experiencia vital: “Por supuesto, no solo estudió teología en los libros, sino también a partir de la situación específica que pesaba sobre él y su país. Es una especie de característica de toda su vida y su trabajo. Estudia con libros, pero experimenta y sufre las cuestiones que están detrás del material impreso”.
Algo que, aprecia Ratzinger, también se dio en su etapa como obispo (auxiliar de Cracovia desde 1958 y titular desde 1964) y en el Concilio Vaticano II, que “se convirtió en una escuela para toda su vida y su trabajo”, también, al fin, como pontífice.
“Cuando el cardenal Wojtyla –describe Benedicto XVI– fue elegido sucesor de San Pedro el 16 de octubre de 1978, la Iglesia estaba en una situación desesperada. Las deliberaciones del Concilio se presentaban al público como una disputa sobre la fe misma, lo que parecía privarla de su certeza indudable e inviolable. (…) Esta sensación de que no había nada seguro, de que todo estaba en cuestión, fue alimentada por la forma en que se implementó la reforma litúrgica. Al final, todo parecía factible en la liturgia. Pablo VI había cerrado el Concilio con energía y determinación, pero luego, una vez terminado, se vio confrontado con más asuntos, siempre más urgentes, lo que finalmente puso en tela de juicio a la Iglesia misma”.
Este desconcierto le lleva a Ratzinger a equipararlo con otro momento también histórico, aunque a nivel político: “Los sociólogos compararon la situación de la Iglesia en ese momento con la de la Unión Soviética bajo Gorbachov, cuando toda la poderosa estructura del Estado finalmente se derrumbó en un intento de reformarla”.
Pese a las dificultades, “desde el primer momento, Juan Pablo II despertó un nuevo entusiasmo por Cristo y su Iglesia. Primero lo hizo con el grito del sermón al comienzo de su pontificado: ‘¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!’. Este tono, finalmente, determinó todo su pontificado y le convirtió en un renovado liberador de la Iglesia”.
Para el pontífice emérito, el legado esencial de Wojtyla es la encarnación de la Divina Misericordia, cuya fiesta quiso instituir en homenaje a la santa polaca Faustina Kowalska y en la víspera de cuya celebración, por cierto, falleció, el 2 de abril de 2005.
Aquí, el alemán cuenta una anécdota personal. Siendo él prefecto de Doctrina de la Fe, el Papa les remitió una propuesta para que la Divina Misericordia se celebrara en el llamado domingo in albis. Su dicasterio acabó dando la negativa “porque pensamos que una fecha tan antigua y llena de contenido como la del domingo in albis no debería sobrecargarse con nuevas ideas. Ciertamente, no fue fácil para el Santo Padre aceptar nuestro no. Pero lo hizo con toda humildad y aceptó el no de nuestro lado por segunda vez. Finalmente, hizo una propuesta dejando el histórico domingo in albis, pero incorporando la Divina Misericordia en su mensaje original. En otras ocasiones, de vez en cuando, me impresionó la humildad de este gran Papa, que renunció a las ideas de lo que deseaba porque no recibió la aprobación de los organismos oficiales que, según las reglas clásicas, había de consultar”.
Para Ratzinger, la Divina Misericordia enseña al hombre que, “más allá de este significado histórico objetivo, es esencial que todos sepan que, al final, la misericordia de Dios es más fuerte que nuestra debilidad”. Algo que, en el presente, refleja “la unidad interior entre el mensaje de Juan Pablo II y las intenciones fundamentales del papa Francisco”. Y es que “Juan Pablo II no es un rigorista moral, como algunos intentan dibujarle en parte. Con la centralidad de la misericordia divina, nos da la oportunidad de aceptar el requerimiento moral del hombre, aunque nunca podemos cumplirlo por completo. Sin embargo, nuestros esfuerzos morales se hacen a la luz de la divina misericordia, que resulta ser una fuerza curativa para nuestra debilidad”.
Del momento de la muerte del papa polaco, ese 2 de abril de 2005, Ratzinger lo recuerda todo de un modo nítido y emocionado: “La Plaza de San Pedro estaba llena de personas, especialmente jóvenes, que querían encontrarse con su Papa por última vez. No puedo olvidar el momento en que monseñor Sandri anunció el mensaje de la partida del Papa. Sobre todo, el momento en que la gran campana de San Pedro repicó; hizo que este mensaje resultara inolvidable. El día del funeral, había muchas pancartas diciendo: ‘¡Santo subito!’. Ese fue un grito que, de todos lados, surgió a partir del encuentro con Juan Pablo II. No solo en la plaza, sino también en varios círculos intelectuales, se discutió la idea de darle el título de ‘Magno’ a Juan Pablo II”.
Como recuerda Benedicto XVI, ese simbólico título de ‘Magno’ solo lo han recibido dos papas: León I (440-461), que convenció a a los hunos de Atila de que no arrasaran Roma: y Gregorio I (590-604), quien consiguió lo mismo con los lombardos. En ambos casos, pontífices sin ejércitos lograron, a través de la palabra, doblegar a poderosos guerreros, por lo que “el espíritu demostró ser más fuerte en la lucha entre espíritu y poder”.
De ahí que Benedicto XVI vea una “similitud evidente” en el caso de Juan Pablo II, quien “tampoco tenía poder militar o político”, pero testimonió cómo “el poder de la fe resultó ser un poder que finalmente derrocó el sistema de poder soviético en 1989 y permitió un nuevo comienzo. Es indiscutible que la fe del Papa fue un elemento esencial en el derrumbe del poder comunista. Así que la grandeza evidente en León I y Gregorio I es ciertamente visible también en Juan Pablo II”.
“En un momento –concluye– en que la Iglesia sufre una vez más la aflicción del mal, este es para nosotros un signo de esperanza y confianza. Querido san Juan Pablo II, ¡ruega por nosotros!”.