Culturas

Charles Dickens, ese cristiano incómodo





“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura, la época de la fe y la época de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos, íbamos directamente al cielo y nos perdíamos en el sentido opuesto”.



El comienzo de “Historia de dos ciudades” (1859) es la más famosa de las antítesis de Charles Dickens, vigente también para hoy. Pero, sobre todo, es el párrafo que resume toda su obra: “Porque Dickens era esclavo de sus contradicciones, siempre lo fue, era a la vez un filántropo y lo que hoy llamaríamos un conservador radical”, lo describe Peter Ackroyd.

La dualidad era el gran misterio de Dickens. “En su obra lo real y lo irreal, lo material y lo espiritual, lo concreto y lo fantástico, lo mundano y lo trascendente conviven en precario equilibrio, solo resuelto por el vigor de la palabra creada. En eso consiste la magia de Charles Dickens”, añade Ackroyd en su monumental biografía.

Las grandes esperanzas de Pip y la miseria de David Copperfield también estaban dentro del propio escritor. Como lo estaba, a la vez, el que miraba a Jesucristo como modelo y el que arremetía contra la Iglesia, el que iba a misa y el que desconfiaba del sacerdocio, el que se nombraba como cristiano y el que rechazaba la imposición de la fe, el que se decía anglicano y no se conformaba…

Actitud reverente hacia Dios

A finales de mayo de 1842, Dickens quiso ver las cataratas del Niágara. Tenía 30 años y era la primera vez que visitaba Estados Unidos, en donde había sido recibido como una celebridad. Ya había publicado “Los papeles del club Pickwick” (1837) y “Oliver Twist” (1839). Ante la inmensidad de las cataratas, proclama: “Sería difícil para un hombre estar más cerca de Dios que aquí”.

Claire Tomalin narra en su biografía esa “emoción tan intensa” que Dickens sintió ante el deslumbrante torrente, aunque aclara a continuación: “Dickens despreciaba y se burlaba de las exhibiciones de devoción, pero mantuvo toda su vida una actitud reverente hacia la idea de Dios”.

A la vuelta de Estados Unidos, Dickens va a escribir uno de sus relatos más reconocidos y fundacionales: “Canción de Navidad” (1843). Y, sin duda, el ejemplo más preclaro de que su modo de compartir la fe era, como él mismo escribió, un “tentar hacia la virtud”. Esa misma virtud que el “espíritu de la Navidad” le enseña también al avaro y gruñón Ebenezer Scrooge.

Recuperar la esencia del cristianismo

En “La vida de Nuestro Señor” (1846), Dickens reitera su fascinación por la figura de Jesús. El breve texto, de apenas cuarenta páginas, es una reescritura de algunos pasajes de los Evangelios, que el novelista selecciona para leérselos a sus hijos durante la Navidad. Dickens nunca pensó en publicarlo. Cedió solo “en un esfuerzo por recuperar la esencia del cristianismo”, según admitió en otra de sus frecuentes cartas.

En las novelas de Dickens está su visión de Jesús y esa misericordia de Dios. “Tengo fuerzas para resistirlo todo, Charles. Dios me sostiene”, hace decir a Lucie en “Historia de dos ciudades”. Lo iba a escribir de otro modo en “Tiempos difíciles” (1854): “Con el sudor de nuestra frente, con el trabajo de nuestras manos, con la fuerza de nuestros músculos, con los derechos humanos más gloriosos que Dios creó, con los dones sagrados y eternos de la fraternidad”.

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