Cuando, en 1866, el obispo de Nancy (Francia), Carlos Lavigerie, recibió la petición de ser obispo de Argel, creyó ver realizado un sueño que tuvo un día antes, en el que el gobernador general de Argelia le ofrecía dicha responsabilidad. En el sueño, contó Lavigerie, se sintió “transportado a un país desconocido donde hombres de piel morena, que hablaban un lenguaje extraño, venían a mí”. Un día de oración y reflexión le bastó para aceptar porque aquello se le presentaba como “una puerta abierta hacia el inmenso continente africano apenas evangelizado”.
Dada la situación empobrecida de la población y a los numerosos casos de enfermedades, Lavigerie pidió ayuda a la metrópoli y a otros países. Ahí pensó en crear una congregación misionera que se encargara de los numerosos huérfanos argelinos y de evangelizar el resto del continente africano. Así se fraguó la Sociedad de Vida Apostólica para los Misioneros de África (conocidos como los padres blancos), que comenzó el 19 de octubre de 1868, con 15 novicios y con el jesuita P. Víctor como director, al que Lavigerie pidió que utilizara el método seguido en la Compañía de Jesús.
Con los años, el sueño de Lavigerie se hizo realidad y Argelia fue la puerta de salida de varias caravanas al centro de África, varias de las cuales fueron masacradas por grupos de tuaregs, aunque la mayoría llegaron a sus destinos. En 1878 partió la primera caravana formada por 10 misioneros rumbo a la isla de Zanzíbar y Tabora, de donde se bifurcó en dos grupos, uno a Uganda y otro a Tanzania.
Ese sueño también lo tenemos quienes seguimos la senda de Lavigerie y, fieles a esa vocación de frontera, a veces hemos de ejercerla en nuestro propio país… Nuestra comunidad de padres blancos en Roquetas de Mar (Almería) comenzó a fraguarse durante el mandato del provincial Benito Undurraga (1992-1998). En 1997, el entonces obispo almeriense, Rosendo Álvarez Gastón, bautizó y confirmó a varios inmigrantes africanos, que ya eran numerosos en la zona, pero tenía la impresión de que estos fieles no estaban suficientemente atendidos en su vida cristiana.
En la reunión de sacerdotes de la Navidad de aquel año, en Aguadulce, un misionero de África propuso al obispo una posible colaboración de la congregación con la Diócesis de Almería en el mundo de los inmigrantes africanos. El obispo se mostró muy interesado e insistió en la necesidad de la evangelización y la asistencia religiosa a los inmigrantes. Se consideraron dos opciones: ocuparse de una parroquia o dedicarse a la integración de los africanos en las diferentes parroquias en donde se encontraban ubicados. Se optó por ésta última fórmula, ayudando los misioneros a los párrocos en dicha tarea.
El 12 de enero del año 2000 se instalaron provisionalmente en la parroquia del Parador (Roquetas de Mar) los hermanos Joaquín Alegrías (misionero en Malawi) y Gabriel Cuello (misionero en Malí). Al año siguiente, se trasladaron a una casa en el barrio de las 200 viviendas, donde la presencia de migrantes africanos es muy numerosa; al mismo tiempo, se les encomendaba la parroquia de San Juan Bautista, que todavía no estaba construida.
La comunidad acoge a los inmigrantes (sobre todo subsaharianos) que llegan a Roquetas de Mar, llenos de sueños e ilusiones después de haber puesto sus vidas en peligro en el largo camino a través del mar. Se trata de un proyecto de acogida, atención y ayuda a la integración de tantos hermanos del desierto y del mar. Este proyecto tiene dos vertientes: una, directamente pastoral, con un catecumenado de jóvenes y adultos; y otra social, a través del Centro Intercultural África. En ambas colaboramos con un buen grupo de 18 voluntarios: seglares, sacerdotes y un religioso.
Somos una comunidad internacional e intercultural: me acompañan Óscar, mexicano, que ha hecho la misión en Ghana y México; José, español, misionero en Mali; Gonzalo, español, misionero en Burkina-Faso; y un seminarista ghanés que está haciendo su experiencia pastoral en Roquetas. Vivimos en el barrio de las 200 viviendas, que, a pesar de su reputación en el resto de la ciudad, es un lugar simpático, animado, colorido y multicultural. Aquí encuentras pobreza, prostitución, drogas… Y solidaridad. Todo está aquí.
Acoger y acompañar, promover e integrar, como propone el papa Francisco, parece ser la mejor manera de describir nuestra misión en Roquetas de Mar. Es una bendición estar aquí para dar la bienvenida y acompañar a los inmigrantes africanos con quienes nos cruzamos. Las experiencias de misión en África, que nos han transformado en los hombres que somos hoy, son una ayuda en nuestro ministerio de compasión requerido en estas circunstancias. Conocemos su dolor: viven en un contexto social que no les mira siempre positivamente; viven en grupos, pero lejos de sus familias; se sienten solos… Pero son fuertes y resistentes.
Fue en 2007 cuando abrió sus puertas nuestro Centro Intercultural África, una iniciativa que ofrece alfabetización, informática y asesoramiento jurídico. Nos financiamos gracias a donativos particulares de amigos, de los voluntarios y de contribuciones periódicas de algunas congregaciones religiosas, que aquí desarrollan nuestro mismo servicio.
Cerramos este testimonio con tres historias que recogen lo que aquí vivimos. La primera la protagoniza Sayney Boob, joven gambiano que tuvo la fortuna de llegar a España cuando, después de estar un año en Marruecos, pasó nadando hasta Melilla. Tras unos meses en el CIR de la ciudad autónoma, pudo encontrarse con otros amigos compatriotas en Almería. Ahora, en proceso de regularización, trabaja en los invernaderos. Después del duro trabajo bajo el plástico, acude fiel a los salones de la parroquia de San Juan Bautista, junto a otros 140 alumnos africanos, a sus clases de español con su profesora.
Esta docente es Ana Urrutia. Es almeriense y compagina su trabajo en la administración pública y su tarea de madre de dos hijos con el voluntariado en nuestro centro. Aquí se ha dado cuenta de que, a escasos metros de su casa, existía una realidad de sufrimientos y esperanzas y no podía mirar para otro lado. Su compromiso como católica le lleva a regalar parte de su tiempo en unas clases de español que se convierten en lugar de encuentro, de cercanía y de descubrimiento del Dios de la misericordia en cada historia que conoce, en cada alumno que entra cada año a su clase. Ana cuenta emocionada que le tocó la lotería el día que empezó a ofrecer su tiempo y su corazón a esos inmigrantes.
Philomène Djenkam llegó a España desde Camerún hace ya 20 años. Su marido vino antes a trabajar en los invernaderos y “la necesitaba de verdad”. Madre de tres hijos, el más pequeño ha nacido en España. “Es monaguillo y se llama Marco”, dice con orgullo de madre. Un día de ese año 2000, un Misionero de África tocó a su puerta para invitarla a participar en un grupo cristiano de africanos. Allí creció su fe, formaron una coral africana para la misa de 12 de su parroquia, se implicó en una asociación de mujeres africanas y ahora es voluntaria, desde hace dos años, en el Centro Intercultural África, dando clases de español a hombres y mujeres que no han sido tan agraciados como ella.
Sayney, Ana y Philomène son tres historias de vida. Tienen en común el deseo de vivir juntos en una sociedad que está llamada a la diversidad, a la acogida y a compartir la riqueza de ser diferentes. La Iglesia de Almería, conformada por hombres y mujeres de buen corazón, pone su pequeño granito de arena en acoger a estos africanos, que quieren trabajar y construirse un futuro junto a su familia. La sonrisa de sus rostros cuando acuden a las clases y sus palabras de agradecimiento por la acogida prestada son la mejor de las loterías.