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Alejandro Goic: “Se necesitan creyentes convencidos y convincentes”

 





Siempre quiso ser sacerdote al servicio de su diócesis de origen: Punta Arenas, en la región de Magallanes, extremo sur de Chile. Solo estuvo 13 años. Los otros 41 los ha servido como obispo en 4 diócesis. A los 80 años, Alejandro Goic Karmelic sigue acogiendo y aconsejando. Atento a la actualidad, sobre todo de la Iglesia, compartió con Vida Nueva su visión post pandemia.



PREGUNTA.- La actual pandemia ha provocado una situación inédita en la práctica religiosa. ¿Qué efectos considera que pueda dejar en la gente esta situación?

RESPUESTA.- Tengo la esperanza, que después de este drama todos los creyentes renovemos nuestra fe en Jesucristo como único Salvador. San Pablo en Rom 8,28 afirma que “para los que aman a Dios todo concurre al bien”. Hemos comprobado a nivel mundial la fragilidad y precariedad del ser humano.

La creatividad pastoral a través de las nuevas tecnologías ha realizado, y continúa haciéndolo, diversas acciones litúrgicas, catequéticas, solidarias, etc. para mantener viva la fe. Pero es evidente que lo virtual nunca podrá reemplazar la dimensión comunitaria de la vivencia de la fe, de Iglesia como pueblo de Dios. Habrá que acentuar mucho la vida comunitaria frente al individualismo reinante. Somos un pueblo redimido por Cristo. La parroquia como comunidad de comunidades es una expresión que habrá que fortalecer y vitalizar fuertemente.

P.- Antes de la pandemia, la iglesia vivía una fuerte crisis de confianza de parte de mucha gente. ¿Cómo cree usted que influirá esta situación en esa confianza?

R.- Dolorosamente, esa falta de confianza ha sido provocada por miembros de nuestra propia Iglesia. Los abusos de poder, de conciencia y sexuales han calado hondo en la humanidad. De los hombres de Iglesia se espera el bien y el respeto sagrado de la dignidad humana, especialmente, de los más vulnerables. El reconocimiento de esos graves delitos y pecados, las súplicas de perdón y la justicia necesaria; las necesarias reparaciones y protocolos contundentes de tolerancia cero a esos horribles males son esenciales para el presente y el futuro.

En esta pandemia es necesaria, más que nunca, la cercanía de los agentes pastorales (laicos, consagrados y pastores), la cercanía afectiva y efectiva a la gente que sufre por el Covid 19, que ha perdido su trabajo, de muchos que hoy tiene hambre. La confianza se recuperará cuando nos vean ocupados y preocupados por los demás y, particularmente, por los más sufrientes. Hoy como nunca se necesitan creyentes convencidos y convincentes, que hagan de sus vidas un don para los demás. Gracias a Dios los hemos visto en muchas partes. Algunos han muerto en ese empeño. Con las precauciones debidas, el coronavirus no puede ni debe paralizar a la Iglesia en su acción pastoral y de consolación. Hoy seguimos siendo servidores. No podemos olvidarnos nunca.

Efecto económico

P.- Se comenta que uno de los efectos que está provocando esta pandemia en la Iglesia es una crisis económica. ¿Qué le parece a usted esto? ¿Considera grave ese efecto?

R.- La crisis económica, actual y post-pandemia es y será una dramática realidad y ya lo estamos viendo. Desde mi experiencia de 54 años de sacerdocio y 41 de obispo –hoy emérito– especialmente en las cuatro diócesis que he servido en mi país, siempre el tema económico interno ha sido difícil. En muchos casos es una realidad que no ha sido tocada por el Señor y su Evangelio. Hay parroquias con muchos ingresos y otras con pocos. Realizar una comunión de bienes entre ellas, de manera organizada, supone una espiritualidad y una libertad frente al dinero que el sacerdote debiera tener.

Las parroquias hoy día – sobre todo las más pobres y sin ingresos fijos – van a sufrir y compartir el drama de miles de familias con ingresos mínimos y que han quedado o quedarán sin trabajo. Eso nos puede hacer mucho bien. Nos situará con las grandes mayorías sufrientes para comprenderlas, amarlas y servirlas más y mejor.

Es también una ocasión propicia para fortalecer o crear los Consejos Económicos Parroquiales exigidos por el Derecho Canónico y los Sínodos Diocesanos, con real participación de los laicos, en una común responsabilidad de la administración de los bienes. Laicos expertos en la materia que nos ayuden a administrar los bienes que son de todo el pueblo de Dios. El Obispo no es el dueño de la diócesis, el párroco no es el dueño de la parroquia. Somos simples servidores, llamados en este tema como en todos, a tener criterios evangélicos para enfrentarlos.

Quizás vamos a ser una Iglesia más pobre, pero más evangélica. La transparencia en el uso del dinero y de los bienes, la información veraz y oportuna a los fieles, la preocupación por los más pobres, etc. son aspectos indispensables también para recuperar la confianza.

P.- Muchos hablan de un cambio importante en el modo de vivir de la humanidad después de la pandemia. ¿Ocurrirá también en la vida de la Iglesia? ¿Cómo se imagina usted el futuro de la práctica cristiana postcovid 19?

R.- El Papa –en su escrito a Vida Nueva– nos ha señalado un plan para resucitar a la humanidad ante la crisis del coronavirus. Buscar en el futuro “un desarrollo sostenible e integral” que tome en cuenta en verdad el hambre que padecen millones de seres humanos, el respeto real al medio ambiente, un reparto equitativo de los recursos, etc. ¿Habremos aprendido los seres humanos de la obligación que tenemos todos de construir un mundo más justo y más humano?

Obviamente, si Francisco pide eso para el mundo, con mayor razón para la Iglesia. En ‘La alegría del Evangelio’ diseñó una Iglesia cercana, acogedora, misericordiosa, sencilla, humilde, servidora de todos, particularmente de los descartados, de los más pobres. Un ministerio ordenado (diáconos, sacerdotes, obispos) dando la vida por su pueblo. Un laicado plenamente integrado con su doble misión en la Iglesia y en el mundo. Comunidades cristianas fraternas, solidarias, atentas a las necesidades de los hermanos. Una Iglesia centrada en Cristo, su Señor, libre de los poderes del mundo, del orgullo y de la vanidad. Una Iglesia pueblo de Dios que mira con amor al mundo para amarlo y servirlo, sin ninguna pretensión de dominio. Una Iglesia que recuerde siempre a sus hijos que la mayor fuerza de atracción es la santidad de vida y de fidelidad a Cristo y su Evangelio.

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