El misionero español Miguel Fuertes, administrador diocesano del Vicariato Apostólico de Iquitos, en Perú, sabe muy bien de lo que habla el papa Francisco cuando, en Laudato si’, clama que “todo está conectado” y, en consecuencia, el único modo de responder a los grandes problemas es todos juntos. Encarnado desde 1983 en este enclave de la selva amazónica, este religioso de los agustinos filipinos, como le había manifestado a Obras Misionales Pontificias (OMP), temía la llegada del coronavirus a su tierra. Y es que, sufriendo como ya lo hacían muchos de los más vulnerables con el dengue, la conexión de ambas lacras era letal…
Ante la experiencia concreta y real de que la gente se “asfixiaba” –en esta zona, la falta de oxígeno es un problema estructural–, Fuertes tuvo claro que necesitaban una alta cantidad de dinero para montar de urgencia plantas de oxígeno. Así fue como, sin dudarlo, organizó a la carrera una campaña de recaudación de fondos. Y así fue como se fraguó el conocido ya por todos como “el milagro de Iquitos”. Y no es para menos, pues, en poco más de un día, el domingo 3 de mayo, el leonés recaudó un millón y medio de soles (más de 400.000 euros) con los que montar varias plantas.
“Más que una necesidad de oxígeno, camas o medicinas –cuenta a Vida Nueva–, lo que se demostró con esta movilización es que había una necesidad de esperanza. Plantear una posibilidad real de contar con nuestra propia planta y que esta nos garantizase el oxígeno, fue lo que animó a comprometerse a todos para intentarlo. Más que un milagro, me gusta hablar de un rayo de esperanza, de vida. La gente lo intuyó y se agarró a él con todas sus fuerzas, contagiando esta pasión a todo Perú y más allá de nuestras fronteras, pues nos ha llegado ayuda de todo el mundo”.
Ante la conciencia de lo logrado, Fuertes pone como ejemplo a la población de Iquitos, reclamando que este gesto sea un testimonio de que otro mundo es posible y el coronaviris, pese a la desgracia, puede ser un estímulo para ello: “Nos cuesta entender la interconexión entre toda la creación y que lo que hacemos en cualquier lugar del mundo, ya sea a las personas o a la naturaleza, nos afecta a todos”.
“Cuando yo llegué aquí hace 37 años –ilustra–, no había dengue. Fue en los 90 cuando este se hizo presente y se unió a otras enfermedades como el tifus o el paludismo. En todo este tiempo, el dengue jamás ha desaparecido. Al revés, se ha ido sumando a todo lo que había antes… Hay epidemias mundiales que matan a mucha más gente que el COVID-19, pero no se han atendido porque es a los pobres a los que matan. En Iquitos, además del dengue, afectan muchísimo la leptospirosis o la desnutrición, que es crónica. Ahora, el coronavirus ha llegado en el peor momento, cuando todos los hospitales estaban ya colapsados; y eso que hablamos de un sistema de salud que cuenta con lo mínimo”.
Las peores consecuencias las han pagado los médicos: “Tristemente, de los 20 que han muerto en todo el país luchando contra el virus, 14 han fallecido en Iquitos, donde han tenido que trabajar en muy malas condiciones”.
De ahí su lamento final: “La selva siempre ha sido olvidada por el Estado, por todos los gobiernos. Solo les ha interesado de aquí lo que han podido extraer para vender; y la han agotado… Además de que la tierra es pobre, se le ha impuesto artificialmente un ciclo distinto al propio de la naturaleza y ya no da más de sí. Todo esto ha tenido sus consecuencias: contaminación, explotación, falta de madera, desertificación, menos lluvia, menos oxígeno… Menos vida. Y todo por el actuar del hombre”.
Ahora, como se ha visto con el compromiso de muchos otros hombres que sí creen en la vida, hay otra oportunidad.