España

Militares y creyentes: en la primera línea de fuego contra el coronavirus





Uno de los momentos icónicos que nos ha dejado la crisis del coronavirus se vivió el 22 de abril en el acto de clausura de la morgue provisional para 1.146 víctimas de la pandemia que se habilitó durante semanas en el Palacio de Hielo de Madrid. Emocionada, la ministra de Defensa, Margarita Robles, mostró su cercanía a las familias de los fallecidos (“lo sentimos profundamente en el corazón, nunca les olvidaremos”) y les aseguró la íntima cercanía de los militares hacia ellos: “Estos hombres y mujeres no han estado solos. No les hemos podido salvar la vida, pero que sepan que nuestras Fuerzas Armadas, la UME, el Ejército de Tierra, siempre han estado con ellos”.



“No les han dejado solos ni un minuto –concluyó Robles–. Como nos decían los mandos, son nuestros soldados; nunca les dejaremos solos, nunca los vamos a dejar atrás. (…) En todo momento han estado con ellos, acompañándoles, velando por su dignidad, por su respeto, orando cuando sabían que eran personas creyentes. Es lo único que hemos podido hacer y lo hemos hecho de corazón”. Este último comentario recoge algo que se está dando, en los últimos meses y en todos los rincones de España, por parte de muchos militares que están viviendo esta crisis humanitaria también como una experiencia de fe.

Residencias y centros para personas con discapacidad

Así lo siente Jesús González Laa, teniente coronel de Artillería y jefe de la Unidad de Servicios (USBA) El Empecinado, en Valladolid: “La situación está provocando un cambio en nuestra forma de actuar y en nuestra forma de pensar en todas y cada una de las acciones que llevamos a cabo en el día a día”. “En el caso de la unidad que tengo el privilegio de mandar –prosigue–, es una unidad pequeña y formada por excelentes profesionales y mejores personas, cuya misión ha sido llevar a cabo la desinfección, principalmente, de residencias de mayores y de centros para personas con discapacidad, probablemente, dos de los grupos que más han sufrido esta pandemia”.

Lo vivido en primera persona en estos sitios –han actuado por ahora en más de 40 residencias y centros–, “nos ha permitido conocer de cerca el sufrimiento, pero, cómo no, también otros aspectos que llenan el alma, como son el cariño, la responsabilidad, el trabajo, el compañerismo o el sacrificio de todos los trabajadores en estos centros o de los residentes”.

Una llamada lo cambió todo

“Todo comenzó –recuerda– una tarde de viernes, el 20 de marzo, cuando ya nos estábamos preparando para irnos a casa y disfrutar del fin de semana con nuestras familias. De repente, una llamada de nuestro mando nos preguntaba que si estábamos preparados para actuar en una residencia que había solicitado nuestra ayuda”. No hubo dudas… “No sabíamos qué había que hacer, solo que queríamos ayudar. Rápidamente, se creó en la unidad un equipo formado por 14 personas, cada una con una situación familiar, con ganas de ayudar allá donde nos pidieran”.

Solo dos horas más tarde, “nos encontrábamos en la Casa de la Beneficencia, una residencia de mayores en Valladolid, donde este virus estaba haciendo mucho daño. Casi el 80 % del personal trabajador del centro se encontraba de baja por haber caído infectado y, entre el personal residente, la pandemia estaba propagándose de una forma muy rápida. A las siete de la tarde entrábamos en la residencia y las caras del personal del equipo lo decían todo: ellos eran nuestros mayores, nuestros abuelos… Eran quienes nos habían enseñado a vivir, quienes nos habían formado en valores… Eran nuestro ejemplo y nuestra referencia en esta vida, y nos estaban pidiendo, por primera vez, nuestra ayuda”.

Abrazos que era imposible rechazar

Agradecido, González Laa destaca la labor de sus compañeros: “Todos los que entraron y acompañaron durante toda la tarde a nuestros mayores les dieron algo que necesitaban: cariño. Con su trabajo y actitud, pese a lo grave de la situación, la cara de los abuelos iba cambiando a una sonrisa al ver allí a su ejército, a sus jóvenes, cogiéndoles del brazo y ayudándoles en sus movimientos, dándoles conversación, preguntándoles cómo se llamaban… Fueron horas intensas, que quedarán marcadas para siempre en el corazón de todos los participantes en esta operación; horas que, pese al paso de los años, les mantendrán siempre unidos. Todos llevamos ya grabados en nuestras almas los nombres de los abuelos con los que estuvimos, sus caras al vernos, sus abrazos. Abrazos, por cierto, a los que era imposible decirles que no; los necesitaban y había que dárselos”.

Tanto en “lo vivido ese día” como en “lo que luego ha continuado de forma diaria en otras muchas residencias y centros”, González Laa acude a “algo que leí hace tiempo y que me marcó: ‘La fe ve lo invisible, cree lo increíble y recibe lo imposible’. Como creyente que soy, estos días mi fe me ha permitido actuar con más convicción y, sobre todo, con más amor ante el prójimo. Y el prójimo es el anciano que necesitaba cogerme del brazo para acompañarle a la habitación o esa abuela que necesitaba ser escuchada para hablarme de su familia”. “Mi prójimo –añade– era cada uno de mis compañeros con los que he cumplido esta misión, y que necesitaban de mi apoyo, de mi comprensión, de mi escucha y de mi ejemplo. Creo, sinceramente, que la situación actual hace aún más fuerte mi apuesta por Jesús y, por lo tanto, mis sentimientos y mis valores hacen que en mi día día intente tener un comportamiento como Él”.

“Vivimos –concluye González Laa– un tiempo en el que es necesaria la unión de todos, la ayuda de unos a otros. Es tiempo de confiar en Dios y en nuestros prójimos. Es tiempo de colaborar y avanzar hacia el mismo objetivo todos juntos. La Unidad de Servicios de Base El Empecinado y, por ende, las Fuerzas Armadas, fieles a su compromiso con la sociedad a la que sirven, y especialmente a los más vulnerables, hemos estado y estaremos al servicio del pueblo español, con nuestra fe inquebrantable en la victoria y con nuestro esfuerzo decidido en conseguirlo”.

En el seminario

Una experiencia parecida es la del brigada Miguel Ángel Soriano Borrás, integrante del V Batallón de Intervención en Emergencias (BIEM) de la Unidad Militar de Emergencias (UME). Con sede en León, su unidad se encarga de cubrir las situaciones de especial gravedad (en su mayor parte, incendios) que se dan en la zona de Galicia, Asturias, Cantabria y Castilla y León. Ahora, ante la ferocidad de la pandemia, han tenido que desplegarse por varias comisarías y por decenas de residencias de ancianos (han llegado a ir a hasta 20 centros por día, repartiéndose entre los 95 miembros de la compañía) para desinfectarlas y atender a sus internos y personal. Si la realidad con la que se han encontrado es “terrible y caótica”, su respuesta ha buscado infundir los sentimientos contrarios: “Tranquilidad y confianza, sabiendo que justo eso es lo que se espera de los militares en una situación así. Cuando vamos, tanto los ancianos como los encargados de los centros están asustados, pues todo esto es una novedad para todos”.

De las muchas anécdotas de estos días, Soriano destaca su estancia en el Seminario de la Diócesis de Osma-Soria, en la localidad de Burgo de Osma: “Nos ofrecieron alojamiento y comida. El trato de los padres fue exquisito. Nos ofrecieron todo con mucho cariño y no nos quisieron cobrar nada por ello. Además, se adaptaron a nuestras circunstancias y fue bonito compartir con ellos varios momentos. Personalmente, siempre he visto la vida religiosa con un cierto parecido a la militar. Ambos somos colectivos que nos sacrificamos por entero, aunque ellos más que nosotros. También compartimos un sentido de la jerarquía. Cumplimos órdenes y, al final, sabemos que eso funciona…”.

Gracias a Dios

Nieto, hijo y hermano de policías y guardias civiles, este brigada tiene muy presente un dicho que le repetía su padre: “Cuando el peligro llega, y no antes, Dios es aclamado y el soldado venerado. Cuando este pasa, Dios es olvidado y el soldado, a veces, despreciado”. Aunque lo comenta con tono jocoso, se pone más serio para ahondar en su interioridad: “No voy tanto a misa como debiera, pero soy creyente y, estos días tan difíciles, tanto al levantarme como al acostarme, nunca dejo de darle las gracias a Dios. La fe me ha ayudado y me ha dado más ganas de ayudar a la gente, lo que vivo con la satisfacción del deber cumplido”.

A su vez, esta ha sido otra bonita experiencia para Jesús Hernández, rector del seminario en Burgo de Osma: “Todo partió de la iniciativa de nuestro obispo, Abilio Martínez. Al irse los seminaristas a sus casas por la pandemia y quedar el edificio vacío, lo ofreció a las autoridades. A los pocos días, la Delegación del Gobierno nos pidió acoger a los militares, lo que hemos hecho encantados. Durante estos dos meses, han venido unas tres veces por semana. Normalmente, aquí vienen por la tarde al terminar sus trabajos de desinfección en las residencias de la zona. Se duchan, cenan, duermen y desayunan. En total, habrán pasado por el seminario unos 70 soldados, repitiendo muchos”.

Compartir estilos de vida

La primera vez acudió una unidad de 50, recalcando el sacerdote “su agradecimiento por el trato recibido, pues son gente acostumbrada a condiciones muy duras y aquí se han sentido realmente bien, pudiendo descansar y recuperar fuerzas”. A nivel de convivencia, “ha sido enriquecedor para todos compartir nuestros estilos de vida. Impresiona verles trabajar y, además –añade con sorna–, para quienes hemos hecho la mili, nos ha traído muchos recuerdos”.

“Como comunidad –finaliza Hernández–, ha sido una oportunidad de contribuir con un granito de arena en la lucha contra el coronavirus. Es poco, pero todos, desde la Iglesia, estamos haciendo lo que podemos en estas circunstancias. Todos, como sociedad, tenemos que dejar las diferencias a un lado y tirar del carro e ir en la misma dirección. Si no, nos costará mucho…”.

Asistencia religiosa

Otro significativo testimonio es el de Mario Ramírez Torrero, capellán del Cuartel General de Infantería de la Marina de San Fernando, en Cádiz: “A raíz de la pandemia, a nuestra unidad le han asignado labores de vigilancia y desinfección en varios centros de la zona, en su gran mayoría, residencias de ancianos. Cada vez que había que ir a un sitio, siempre se preguntaba a la dirección si deseaban la presencia de un sacerdote. Personalmente, ha sido muy bonito saber que han contado conmigo desde el principio, entendiendo que la asistencia religiosa también forma parte de nuestra respuesta en medio de la crisis”.

Su presencia en esas residencias es algo que no olvidará este joven sacerdote: “Ha sido especial estar con los ancianos y comprobar hasta qué punto eran conscientes de lo que ocurría. Al hablar con ellos, muchos lo equiparaban a lo que vivieron en la guerra. Tenían miedo, pero también experimentaban la alegría de verse acompañados por la Iglesia, sintiendo que esta no les ha abandonado”. En este sentido, un momento emotivo se vivió “el Domingo de Ramos, cuando me coincidió en una residencia en Arcos de la Frontera, en Jerez. Fue una celebración sencilla y muy bonita. Leímos la Pasión y nadie quería quedarse sin su ramo”.

La pastoral de la conversación

También ha habido momentos de esperanza y reencuentro con la fe en medio de tanto sufrimiento: “Un día, estuve mucho tiempo hablando con una mujer. Me contó que era divorciada y, durante buena parte de su vida, se había sentido desamparada en su relación con la Iglesia. Esa conversación supuso para ella una especie de reconciliación con Dios. Además, aprovechamos para llamar a su hijo, que vive en Londres. De hecho, es una de las cosas que suelo hacer con los mayores: me hablan de su familia y, al tener el móvil, les llamamos para que vean que están bien”.

“El coronavirus –añade Ramírez– ha removido todo. Lo más duro es no poder dar gestos de cariño a quienes sabes que los necesitan, pero también ha tenido su parte positiva al hacernos volver a lo esencial y vivir y valorar cosas que antes dábamos por hechas. Como los sacramentos… Ahora hay gente que echa de menos la misa o confesarse. Lo desea al no tenerlo, y eso es bueno”.

Iglesia en salida

Además de que se ha testimoniado “una Iglesia en salida, pese a las circunstancias. Mucha gente se ha movido, también a través de las redes sociales. Ha sido una revolución para la Iglesia el vivir desde lo inesperado. Algo que he vivido en cosas como que una madre me pidiera comida para su hijo drogadicto. Al principio, desconfié, pero llamé a Cáritas y comprobé que el chico llevaba varios días sin comer. A través de las nuevas tecnologías, hemos podido conocer más realidades y ayudar a mucha gente”.

Para Ramírez, esta es una experiencia que le ha configurado, como su especial vocación ligada a la vida militar: “Soy conquense y estudié en el Seminario de Uclés. Pero al final dí el paso y entré en el Seminario del Arzobispado Castrense, donde me ordené y desde donde he acabado en Cádiz. ¿El futuro? Si algo he aprendido aquí es a tener un plus de disponibilidad del que por sí ya tengo como sacerdote”.

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